miguel bayter bayter- Abogado. Columnista

Por: Miguel Bayter Bayter*

Hay silencios que pesan más que los disparos, y nombres que retumban más allá de la tumba, no por la fuerza del odio que los apagó, sino por la claridad con que fueron pronunciados cuando aún se podía —cuando aún había patria para intentar salvarla. Uno de esos nombres es Álvaro Gómez Hurtado. El más lúcido, el más ecuánime, el más moral de todos los hombres públicos del siglo XX colombiano —y quizá también del XXI— aunque su voz haya sido condenada al susurro, y su asesinato, al archivo.

En tiempos donde el poder se disputaba a dentelladas y la retórica se compraba por docenas, Gómez Hurtado representó un imposible: la política hecha desde la altura, la crítica sin estridencia, la verdad dicha con voz serena y gramática intacta. Su vida fue, desde los primeros pasos hasta su último aliento, una cruzada moral. Un hombre que no necesitaba el poder para ejercer autoridad, ni la demagogia para inspirar respeto. Porque Álvaro Gómez no fue un líder de multitudes: fue el patriarca solitario de una república que ya había extraviado su brújula.

Y es que él no caminó entre nosotros como un político cualquiera —ése que toma atajos, que negocia principios, que rinde el alma en cuotas mensuales al mejor postor— sino como un profeta ilustrado, un evangelista cívico que sabía que la enfermedad de Colombia no era de forma, sino de fondo. Que no nos perdíamos por falta de leyes, sino por exceso de simulaciones. Que no estábamos al borde del abismo: que ya habíamos caído, sólo que aún no lo habíamos notado.

Su famosa propuesta del “Acuerdo sobre lo Fundamental” —ese rayo de decencia en la penumbra de la componenda— fue su evangelio laico. No era una estrategia electoral, ni un pacto entre élites. Era un conjuro contra la disolución, un llamado a construir un suelo común —ético, no ideológico— sobre el cual el país pudiera, por fin, dejar de repetirse en la tragedia. Porque Álvaro Gómez entendió lo que tantos, aún hoy, se niegan a admitir: que no se puede edificar una democracia sobre la desconfianza, ni una nación sobre la mentira.

Su verbo, digno y preciso, nunca bajó al lodazal de los insultos, pero tampoco rehuyó el combate. A la izquierda, le reprochó su devoción a la violencia disfrazada de revolución; a la derecha, su ceguera moral y su complicidad silente con las cloacas del poder. A ambas, su incapacidad congénita para mirar más allá de sus trincheras. Gómez no era del medio: era de la cima. Por eso le resultaba insoportable al país del sotobosque, al de las componendas, al de las lealtades compradas y los silencios tarifados.

Lo mataron, sí —y hay que decirlo sin adornos ni eufemismos—, no porque fuera culpable de nada, sino porque representaba todo lo que el régimen no podía tolerar: un hombre que no tenía precio. Un patriota sin ambición. Un colombiano sin doblez. Lo mató un consenso oscuro entre cobardes que sabían que su sola existencia desnudaba su farsa. Lo mataron los mismos que hoy, con rostro hipócrita y voz quebrada, se atreven a citarlo para congraciarse con la posteridad.

Su crimen —aún impune, aún rodeado de sombras, aún cubierto por una vergonzosa capa de “reconciliaciones”— no fue un hecho aislado: fue el punto de inflexión de nuestra tragedia contemporánea. Desde esa bala cobarde, el país no ha hecho otra cosa que derivar —entre reformas sin alma y presidentes sin carácter— hacia una república sin norte, sin decoro, sin alma.

Y sin embargo, Álvaro Gómez no ha muerto. Su palabra sobrevive en los textos que escribió como un artesano del pensamiento, en las columnas que talló con punzón de orfebre, en los discursos que dictó como quien reza. Su rostro vuelve, silencioso, cada vez que este país se pregunta por qué está tan perdido. Su sombra recorre el Capitolio, no como amenaza, sino como conciencia.

Porque lo que él propuso no era una política: era una ética. No ofrecía cargos, ofrecía sacrificios. No regalaba esperanzas falsas, exigía deberes reales. Y ese es, quizás, el mayor de sus pecados: haber creído que la patria aún podía redimirse con decencia.

Hoy, cuando tantos celebran efemérides con discursos de utilería y banderas desteñidas, convendría guardar silencio y pronunciar, como quien musita un rezo tardío, el nombre de Álvaro Gómez Hurtado. No para exculparnos. No para fingir gratitud. Sino para recordarnos lo que fuimos capaces de perder: la posibilidad de ser decentes.

Porque si algún día esta nación tiene el coraje de comenzar su redención, no será con acuerdos entre corruptos ni con pactos de impunidad —será cuando nos atrevamos a decir, con la frente limpia y el alma herida, que a Álvaro Gómez Hurtado no lo mataron los enemigos del Estado, sino sus administradores. Que su crimen no fue un accidente: fue una sentencia. Que su figura no es un recuerdo: es un deber. Y ese día, quizás, habremos dejado de ser una república escindida para ser, por fin, una nación con conciencia.

 *Abogado. Columnista

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