Álvaro Beltrán Pinzón

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Por principio, una reforma tributaria suele ser impopular, impolítica y generadora de resistencias, dadas las distintas razones que pueden esgrimirse desde cada uno de los grupos poblacionales afectados. En la actualidad, dichas motivaciones adversas tienen singulares características por la recesión en los medios productivos que propiciaron las disposiciones tomadas para contener la pandemia y el aumento de la pobreza en gran parte de los colombianos.

Por ello, el Gobierno deberá ser particularmente cuidadoso con la propuesta que tramitará en el Congreso, después de Semana Santa, ya que podría terminar por instigar un mayor desaliento en sectores empresariales, fomentar la actividad ilegal y despertar una reacción hostil en amplias franjas sociales.

No puede atribuirse a la intempestiva aparición de este coronavirus la presentación de una reforma equivocada, pues durante un año ha tenido el Gobierno, y especialmente su equipo económico, la oportunidad para identificar necesidades y fuentes de financiación. En este lapso, haciendo uso de la emergencia económica, decretó medidas que, si bien sirvieron para paliar la falta de ingresos de muchos compatriotas, no se utilizaron para introducir correctivos en el gasto del Estado.

Nunca se aplicaron condiciones de austeridad y eficiencia en entidades oficiales o misiones diplomáticas. Tampoco se erradicaron las prácticas corruptas y de asalto al erario público; ni se frenó el derroche en caravanas de acompañamiento a presuntuosos funcionarios; ni se desistió de la discutible compra de aviones; ni se ha contenido el contrabando, la evasión de impuestos o las excepciones irritantes. A cambio, se produjo una inexplicable proliferación de consejerías.

Si se hubiera hecho algún esfuerzo en esta dirección se encontraría una ciudadana más dispuesta a entender las razones para soportar otra severa contracción de sus presupuestos en favor del Estado, que, en verdad, no tiene la autoridad moral para demandarlo.

Si algo se requiere en estos momentos, más allá del dinero, es la existencia de signos esperanzadores que motiven el empeño común para superar la crisis. Si en cada colombiano no estuviera arraigada la incertidumbre por el rumbo de los recursos públicos, tal vez se tendría la conjunción de voluntades que ahora se precisa.

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