Por: Paula Corroto*

Helen Frankenthaler, fue una de las artistas más destacadas del expresionismo abstracto neoyorkino y ahora el Guggenheim de Bilbao expone 30 de sus obras en una muestra bonita y agradable. En 1964, la revista Vogue decidió hacer un reportaje de Helen Frankenthaler y su marido Robert Motherwell. Ambos eran artistas destacados del movimiento de moda de la época, el expresionismo abstracto que habían llevado a la cima otros pintores como Pollock, Rothko o De Kooning, que también eran amigos suyos. El magazine se plantó en su casa de la calle 84 en el Upper East Side de Nueva York, la zona más exclusiva de Manhattan, y sacó varias fotografías. En una de ellas, se podía ver en su salón el cuadro más famoso de Frankenthaler Montañas y mar, de 1962, una Elegía de Motherwell y un Rothko encima de la chimenea (un sitio como otro cualquiera). En la mesita del salón había esculturas indias, egipcias… Esa instantánea no es circunstancial: reflejaba la esencia del arte neoyorquino de la época y de cierta clase social artística: abstracción, color, lenguaje radical… y exclusividad.

La fotografía se puede ver ahora a tamaño gigante en Helen Frankenthaler. Pintura sin reglas, la exposición que inauguró el Museo Guggenheim de Bilbao, que está patrocinada por la Fundación BBVA, y que abarca seis décadas de creatividad de esta pintora estadounidense acompañada por algunos lienzos y esculturas de Pollock, Rothko, Morris Louis, Kenneth Noland y David Smith -había más varones que mujeres en este movimiento- que marcaron el mundo del arte en los años 50, 60 y 70. No es muy grande, apenas treinta obras (y muchas de ellas de los noventa, de su época final: se echan en falta más de su gran época dorada, los 60 y 70), pero sí tiene ese gran toque que ha acompañado a Frankenthaler desde sus inicios: es muy bonita y agradable, es un triunfo del color, de lo luminoso… de lo bello, si bien como ha querido recalcar el comisario Douglas Dreishpoon, “la belleza forma parte de la condición humana y también podía ser algo sombrío”.

La primera de Miren Arzalluz. Esta muestra es la primera para Miren Arzalluz desde que fue elegida hace unos meses directora del museo vasco. Dio la bienvenida a todos los asistentes en euskera durante varios minutos y después hizo la traducción al castellano, también para presentar una exposición dedicada a una artista que no es la primera vez que llega al Guggenheim, ya que, también se expusieron sus lienzos en 1998, con ella todavía supervisando el montaje (falleció en 2011).

Esta vez, no obstante, es una retrospectiva más ambiciosa que se ha conformado a partir de préstamos y de la aportación de las obras de la Fundación Helen Frankenthaler de Nueva York. Antes ya había pasado por el Palazzo Strozzi de Florencia, ya que es una de estas exposiciones que itineran entre varios centros artísticos.

Desde el primer momento, el comisario Douglas Dreishpoon ha querido recalcar que, aunque la artista era procedente de una familia judía con alto poder adquisitivo en Nueva York y una posición bastante acomodada, desde sus inicios su visión del arte estuvo marcada por la falta de reglas, por no hacer siempre lo mismo, por hacer las cosas diferentes, porque aunque se fracase… eso significa siempre avanzar. Es decir, Frankenthaler abrazó la bohemia en su juventud yéndose a la parte de baja de Manhattan… y ahí apareció un tipo muy importante, el causante de todo lo que vino después, el crítico de arte Clement Greenberg, que sí es cierto que su figura en esta muestra está algo soterrada.

Fue también cuando ella empezó a experimentar con lo que se ha conocido como su gran marca personal, el empape o manchado de los lienzos, que conseguía con la pintura y una esponja. Es, además, una pintura fresca, deshinibida, llena de color y con un punto juguetón y divertido. En la muestra hay un vídeo estupendo donde se puede ver cómo ella trabajaba con cubos, con rastrillos, con las manos manchadas que es bastante alucinante.

En los años 60 todo el grupo de expresionismo abstracto estaba en la cima. Allí estaba también Frankenthaler y otras mujeres como Lee Krasner, Elaine de Kooning o Grace Hartingan, o la escultora Anne Truit, aunque se han quedado un poco fuera de esta exposición. Para aquellos años Frankenthaler estaba casada con Robert Motherwell y ambos formaban una de esas parejas hiper glamurosas del mundo cultureta de Nueva York. Su pintura, como Santorini (1966), que ha sido donada al Guggenheim, refleja felicidad. Fue una época en la que vino a España (pasó por aquí en su luna de miel), y su marido llegó a pintar un cuadro casi en negro llamado Iberia. Pero ves Alassio (1960) o Tutti Frutti (1966) y entusiasman. Estos cuadros ya no son al óleo sino acrílicos, ya que le permitían que la pintura fluyera y trasluciera más. Y son preciosos.

Pero aquí ocurre algo interesante con esta pintora, ya que era muy radical en sus formas, pero nunca lo fue en la política. Al contrario, estuvo más cerca de posiciones conservadoras y al final de su vida estaba completamente del lado del Partido Republicano. “Hay grandes artistas a los que les pasa esto, que su arte es muy radical y transgresor, pero no lo es su ideología”, confirmó el comisario. Le ocurrió, por ejemplo, con el movimiento feminista, que comenzó a ganar bastante espacio en los sesenta y, sobre todo, en los setenta y más aún en una ciudad como Nueva York. Y es más llamativo cuando su círculo de amigos y artistas eran prácticamente hombres. “Sí, estaba rodeada de testosterona”, manifestó Dreishpoon.

Frankenthaler, decidió rechazar el activismo y el movimiento feminista. O al menos no participar de sus manifestaciones. “No, en realidad era apolítica y no quería ser reconocida como pintora mujer, sino como pintora. Y es verdad que su pintura también tiende a evitar la política”, explicó el comisario, que contó que incluso llegó a rechazar las invitaciones para participar en mesas redondas y encuentros que versaban sobre el feminismo o sobre la faceta feminista del arte.

Divorcio y libertad. En los setenta se divorció también de Motherwell y comenzó a llevar una vida en la que dijo sentirse libre. El comisario recalcó que eso se nota en cuadros más grandes (de hasta seis metros de largo) como Moveable blue (1973), Mornings (1971) o el fantástico Ocean Drive West (1974), cuyo impresionante azul refleja la calma que sentía cuando salía tantas mañanas a nadar al mar que veía desde la casita que se había comprado enfrente de Long Island. Estaba en la década de los cuarenta años de edad y estaba pletórica.

Los ochenta son una época más sombría. La artista padece migrañas, «ha pasado los 50 años que son algo que se nota», dijo el comisario, y no hay ese color tan fastuoso en sus cuadros. Al menos son más oscuros, más morados y ocres. Pero como no dejaba de experimentar lo intentó con la escultura siguiendo a su amigo Anthony Caro, de quien se puede apreciar obra en esta exposición (Ascending the stairs, 1979). De Frankenthaler se exponen tres esculturas en acero, un material que le gustaba mucho. “Lo veía muy masculino”, apostilló Dreishpoon.

Y llegan los noventa y, volteretas de la vida, se vuelve a casar. Tenía 65 años de edad. Esta vez es con el banquero Stephen M. Dubrul, que llegó a ser ministro del gabinete del republicano Gerald Ford. Y aparece otra vez el color, la felicidad, hasta corazones, como se puede ver en el incandescente Solar Imp (1995) o el deslumbrante Cassis (1995). Son esas pinturas de Campos de Color que te envuelven, ya sea un verde, un naranja, un amarillo. “Vuelve a haber algo luminoso, y hay algo confortable en estas pinturas”, señaló el comisario. Porque la ves y puedes volver a ver a la chica de treinta años que buscaba esa pintura intuitiva, que buscaba que los cuadros abstractos no fueran planos (como decía el crítico Greenberg) sino dinámicos, que confiaba en el acto de pintar como una coreografía, y que buscaba ardientemente la belleza. Nunca se metió en jardines políticos, pero ese no era su afán. Si era conseguir algo bonito, lo logró. 

*Periodista. Especializada en Cultura. Master en Edición.

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