Por: Rubén Gregori Bou*
Rechazados de las exposiciones oficiales amparadas por la Academia, la muestra independiente de 1874 abrió el exitoso camino a los impresionistas. Paradójicamente, una de las críticas más hostiles, la escrita por Louis Leroy, dio nombre al rupturista y revolucionario movimiento artístico,
En la Francia del siglo XIX, cualquiera que se preciase como artista debía pasar por alguna Academia de Bellas Artes. Estas nacieron con la voluntad de terminar con las prácticas gremiales y reivindicando la inventiva, las habilidades y el genio creador de los artífices. No obstante, a partir de la segunda mitad del novecientos, pasaron a encarnar valores negativos, coartadores de la libertad de expresión, así como de monopolización a la hora de otorgar los títulos. Aunque se había sustituido el servilismo de los gremios entre maestro y aprendiz por la transmisión de conocimientos entre el profesor y el alumno, la capacidad de conceder o negar el ejercicio de la profesión artística supuso un férreo control ideológico.
De esta forma, los alumnos debían supeditarse al gusto burgués, de corte tradicionalista y con un marcado interés por preservar la conexión entre las obras y el Estado. Se delimitaba su libertad creativa a los cánones que los academicistas consideraban correctos y que entroncaban con las inclinaciones del poder. Así, se promovía un tipo de manifestaciones conservadoras, en línea con las preferencias de los integrantes del gobierno, formado mayoritariamente por burgueses. Por otro lado, si el Estado tenía claro su gusto con respecto a las manifestaciones visuales, la clase media y trabajadora ni tenía interés ni recursos para apreciar las novedades estilísticas, por lo que se potenciaba el distanciamiento de los artistas rupturistas con aquellos al servicio de las Academias. Y mientras que algunos aceptaron jugar el papel que de ellos se esperaba, otros, que iban a contracorriente, eran relegados por la sociedad entera.
El Salón de París. Por ello, estos artistas intentaron buscar un modo de darse a conocer y de demostrar que las Academias no podían imponer su voluntad y limitar su libertad creativa. Para ello tenían que superar las barreras impuestas por dichas instituciones, pues la manera en que podía prosperar un artista y ser reconocido en el París decimonónico era, principalmente, a través de la exposición anual celebrada por la Academia en el Salón de París.
Desde el siglo XVII se venían celebrando estos eventos, muy influyentes en la sociedad. El primero de ellos fue en 1673 en el Salon Carré del Louvre por la Real Academia de Pintura y Escultura Francesa. Su gran acogida propició que fuese repitiéndose hasta que en 1725 pasó a ubicarse en el Palacio del Louvre y a conocerse como Salón de París. En 1748 se introdujo un jurado, y así se aseguró una afluencia continua de artistas (tantos, que las pinturas de mayor tamaño se disponían en los espacios centrales y las menores en los que quedaban libres; como los cuadros se colocaban por orden alfabético, había más de una discusión).
A consecuencia de estas exposiciones nacieron unos personajes, entendidos del mundo artístico, que acudían a ellas y emitían un juicio de valor de las obras en la prensa. Se originó así la crítica de arte, cuyas calificaciones promovían aún más control sobre los artistas e incluso llegaban a definir modas y gustos en relación a las tendencias estilísticas.
Los rechazados. Con la proclamación de Luis Napoleón Bonaparte como emperador en 1852, se seleccionó un jurado compuesto por integrantes de las cuatro primeras secciones de la Academia y miembros libres y presidido por el director general de los museos imperiales. El primer Salón que se organizó bajo estas premisas fue el de 1857, en el que destacó el gran número de obras rechazadas. Estas se caracterizaban por su originalidad y huir de los convencionalismos, si bien artistas ya destacados y premiados como Eugène Delacroix, Henri Julien Félix Rousseau o Gustave Coubert sí pudieron exhibir sus obras.
En cambio, a los más jóvenes, como Édouard Manet, se les negó participar. En el Salón de 1863 se rechazaron en torno a 3.000 obras de un total de 5.000, lo que provocó tal número de críticas que el emperador tuvo que intervenir. El director general de museos recibió la orden de habilitar un espacio en el que poder presentar las creaciones rechazadas. Se pretendía que fuese el público el que valorara las obras libremente. Nacía así el Salon des Refusés (Salón de los Rechazados). Sin embargo, las críticas previas, apoyadas en el juicio del jurado, condicionaron la opinión: abrir un espacio para estos trabajos no hacía sino remarcar su mediocridad. Los asistentes, en gran masa, fueron a reírse de las obras.
Uno de los artistas que más opiniones cosechó fue Manet, que había presentado, entre otros cuadros, El almuerzo sobre la hierba (1863). De gran formato, representaba un prado y a cuatro figuras de tamaño natural disfrutando de la mañana. Tres de ellos, dos hombres y una mujer, en primer término, sentados y recostados sobre la hierba. Mientras que los varones se encuentran vestidos, la chica está desnuda, dirigiendo la mirada hacia los espectadores, invitándoles a participar. En el fondo, otra joven en un lago se arremanga el vestido.
Esta composición tomaba como referencia el Concierto campestre (hacia 1509), atribuido a Giorgione y considerado hoy de Tiziano. Pocos advirtieron esto y menos aún entendieron el juego descarado de presentar a unos personajes que podían ser reconocidos, puesto que la figura que más escandalizaba, la chica desnuda, era Victorine Meurent, modelo en otra famosa pintura que no se expondría hasta el Salon des Refusés de 1865: Olympia. En esta, Meurent aparece de nuevo desnuda y mirando directamente al auditorio, reclinada sobre una cama y recibiendo un ramo de flores de una mujer negra, un regalo que solían entregar los clientes a las meretrices. Lleva además una orquídea en el pelo, símbolo sexual, y solo calza un zapato, distintivo de la inocencia perdida, y a sus pies se encuentra un gato negro.
Lo que escandalizó de ambas obras no era que apareciese desnuda, pues en las pinturas mitológicas los dioses y diosas aparecían sin ropa y en actitudes sensuales. Las críticas se originaron por haberse servido de una modelo conocida que exhibía su cuerpo, no en una escena alegórica, sino real. Es más, este reconocimiento de Victorine Meurent llegó a originar una serie de debates, que aún persisten, en torno al posible oficio de esta como prostituta. Lo que sí se sabe es que su vinculación con el mundo artístico no se circunscribía a Manet: también trabajó con Degas, Stevens, Goeneutte o Toulouse-Lautrec. Además, estudió pintura y se convirtió en alumna de la Academia, hecho que la distanció de Manet y le permitió exponer algunas obras en el Salón de París hasta en seis ocasiones.
Una idea de Degas. Debido a la reacción de la audiencia, el emperador decidió mantener su intervención en el mundo del arte, imponiendo una serie de medidas reformistas en los planes de estudios. Sin embargo, no sería hasta 1874 cuando estos cambios dieran sus frutos con la que llegaría a conocerse como la Primera Exposición Impresionista. Había habido un intento ya en 1867 por parte de Claude Monet y Frédéric Bazille, ambos al margen de la Academia, que habían propuesto la idea de una exposición colectiva e independiente de la del Salón. En 1873, Monet volvió a intentarlo, pero se desanimó. Fue Degas quien se maravilló con esta propuesta; algo sorprendente, pues nunca había sido muy partidario de pintar al aire libre, como hacían los impresionistas, y no quería que se le identificase con ellos.
Por otro lado, tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871, la capital gala poco a poco iba recuperándose del sitio. Para 1872 ya se había restaurado el mercado del arte y se abrían horizontes y oportunidades para la compraventa y para los artistas no ligados a la Academia.
Una sociedad anónima. Así, el 27 de diciembre de 1873 se gestó la Sociedad Anónima de Pintores, Escultores, Grabadores, etc., con la voluntad de favorecer exposiciones al margen de los salones y de los postulados academicistas, sin jurados ni premios, y con la publicación de una revista portavoz. Esta Sociedad era resultado de los numerosos encuentros que se organizaban en los cafés para debatir sobre arte. Por ejemplo, Courbet y sus amigos se reunían en la Brasserie des Martyrs y en Andler Keller, mientras que Manet y los suyos lo hacían en el Café de Bade y en el Café Guerbois, donde acudían algunos de los que luego fueron conocidos como impresionistas. Estos se formaban en talleres en los que podían aprender con total libertad, como en el de Charles Gleyre en el que estudiaron, casi al mismo tiempo, hacia 1862, Monet, Bazille, Auguste Renoir y Alfred Sisley. Gleyre enseñaba algunas costumbres académicas, pero sin insistir en su mantenimiento, favoreciendo de esta forma un equilibrio entre lo tradicional y lo nuevo.
Otro centro de aprendizaje destacado era la Académie Suisse (Suiza), que menos notoria que el taller de Gleyre permitía un ambiente informal en el que no solo se pintaba, sino que también se hacían reuniones e intercambio de ideas. Aquí destacaron como alumnos Camille Pissarro y Paul Cézanne.
Así, en estos diferentes cafés y talleres se fueron conociendo dichos artistas a contracorriente. La formación de la Sociedad Anónima fue el primer paso para lograrlo y la exposición que esta organizó el 15 de abril de 1874, quince días antes de la del Salón de París, su gran oportunidad. El lugar escogido fue el taller del fotógrafo Nadar. Duraba un mes y el precio de entrada era un franco. Participaron un total de treinta y nueve pintores con más de 165 obras (Degas aportó 10, más que todos), que se ubicaron por tamaño y suerte, y fueron colgadas por Renoir.
En un principio se había considerado invitar a alguno de los maestros más consolidados como Courbet, Camille Corot o Daubigny, pero finalmente se desechó ya que se oponían al proyecto. Por recomendación de Degas, se propuso aceptar también a aquellos artistas que exhibían en el Salón, como Boudin, Marie Bracquemond, Cals o Colin, en un intento de atraer a más público al ofrecerles obras con las que se identificaran. El caso de Cézanne fue complicado, pues Degas y Monet se oponían a que participase y Pissarro tuvo que lidiar para que fuese aceptado.
Hubo también otros menos conocidos que incluso ahora no han recibido atención, como Jean-Baptiste-Léopold Levert o Auguste Ottin; otros cuyo interés por la pintura era meramente de pasatiempo, como Louis Latouche, marchante, o Henri Rouart, industrial; y otros que, en cambio, rechazaron el ofrecimiento (Henri Fantin-Latour, Alphonse Legros y James Tissot). Pero si hay que destacar a algunos es a aquellos que han sido conocidos propiamente como los impresionistas: Pissarro, Monet, Sisley, Renoir, Degas, Armand Guillaumin y Berthe Morisot (cuya obra solía ser aceptada por los Salones y que se resistió en un principio a participar).
Sin un estilo común. No obstante, esta filiación no fue buscada por ellos, pues en ningún caso pretendieron ofrecer un programa estilístico común, sino que la identificación vino dada por las opiniones de los críticos, en concreto por la de Louis Leroy, publicada en Le Charivari el 25 de abril de 1874 y titulada Exposición de impresionistas. Esta palabra no era invención suya, pues ya se utilizaba para definir la calidad abocetada e inacabada de la forma de trabajar de ciertos artistas. Por ejemplo, Jules Castagnary en 1863 escribió que algunas pinturas de Johan Barthold Jongkind (cuya obra Monet admiraba) quedaban en “impresión” por la calidad atmosférica y Albert Wolff dijo en 1869 que parecía que algunos artistas pintaban la impresión de una hora del día más que una figura o paisaje.
La Academia, concretamente, valoraba el uso de este vocablo como sinónimo de première pensée, es decir, un esbozo espontáneo y rápido, el primer paso para la conformación de la pintura. Y fue este mismo significado del que se sirvió Leroy en su artículo, dando a entender que las obras expuestas no estaban finalizadas. Su título entroncaba con las críticas vertidas hacia esta nueva costumbre, a su entender, de no terminar las pinturas, y así el término impresionista acabó por convertirse en su definición.
Pero antes de la reseña de Leroy, ya se habían publicado otras. De hecho, no todas las críticas fueron negativas, e incluso algunos medios ignoraron la exposición, como el conservador Le Moniteur Universal o los republicanos Le Temps y Le XIX siècle, así como también L’Evénement. De la exposición hubo testimonios en al menos una cincuentena de periódicos: nueve fueron neutrales, veinte favorables, dieciocho variados y cinco hostiles.
La primera crítica apareció al día siguiente mismo en La République Française, por Philippe Burty (1830-1890), amigo de los artistas que exponían y que aplaudía el proyecto. Felicitaba la iniciativa de exhibir de forma separada a la del Salón y que se mostrase así el descontento por las exposiciones oficiales y el jurado. Volvió a escribir el 25 del mismo mes para decir: “Un segundo examen no deja de trastornar todas las ideas convencionales que uno tenga acerca del nivel de acabado, del claroscuro, de qué hace que un lugar sea atractivo”.
No fue hasta el 21 de abril cuando se hizo pública la primera crítica abiertamente hostil en La Patrie, firmada por A. L. T. En tono de burla, apuntaba que la exposición era fruto de: “[…] genios incomprendidos, de audaces innovadores, de pioneros de la pintura del futuro”. Cuatro días después, aparecieron otras dos reseñas negativas: la de Pierre Véron (1833- 1900) en Le Journal Amusant y la de Louis Leroy. Si bien esta ha sido considerada la más significativa por usar el término impresión, este ya había sido empleado por Jean Prouvaire en Le Rappel el 20 de abril y Armand Silvestre en L’Opinion Nationale dos días después, a consecuencia de una de las obras expuestas, Impresión, sol naciente (1872), de Monet, y que había inspirado al mismo Leroy su crítica.
Entre agravios y burlas. Su sátira consistía en una conversación imaginaria con un ficticio paisajista llamado Vincent formado en la Academia. Así, podía poner en boca de este todos los reproches de los conservadores, definiendo la exposición como un “[…] atropello a los más altos principios artísticos, el culto de la forma y el respeto a los maestros”. La escarcha (1873) de Pissarro fue la primera obra que le produjo rechazo e ira. Leroy intenta explicarle que se trata, simplemente, de escarcha sobre unos surcos abiertos en pleno campo, a lo que Vincent responde que lo que en verdad se nota son las raspaduras de la paleta que están “[…] uniformemente colocadas sobre un lienzo sucio”, no pudiendo encontrarse “[…] ni cabeza ni cola, ni parte superior ni parte inferior, ni parte anterior ni parte posterior”.
Esta definición no viene sino a constatar la ruptura provocada por Pissarro con unas pinceladas cortadas, uniformes y con una tonalidad cromática similar, que apenas dejaban espacio a la perspectiva a la que estaba acostumbrado el ojo. De su feroz crítica a La escarcha de Pissarro pasaba a reprender a pintores que, como Sisley, realizaban sus trabajos con demasiada moderación. Al llegar donde se encontraban Desayuno en la hierba e Impresión, sol naciente, ambos de Monet, le parece que el primero está “¡demasiado acabado, demasiado acabado, demasiado acabado!”. En verdad, este lo pintó para presentarlo al Salón de 1870 y fue creado con otras premisas, pero terminó rechazado.
De la segunda pintura escribió: “Impresión, desde luego eso produce. Simplemente me estaba diciendo que, ya que estaba impresionado, tenía que haber alguna impresión en ello… ¡y qué libertad, qué facilidad de fabricación! El papel tapiz en su estado embrionario está más acabado que ese paisaje marino”. La pintura representa una vista del puerto de El Havre, un paisaje que trasladó en diversas ocasiones en diferentes momentos del día; de hecho, colgó otra escena en esta misma exposición que no llegó a cosechar el impacto de esta. En la pintura, Monet retrata un momento exacto del reflejo en el agua de la luz de un nuevo día. Si bien pueden apreciarse las siluetas borrosas de los navíos y las chimeneas en el fondo, la importancia radica en el estudio lumínico.
Tras la reseña de Leroy, apareció otra que terminó por consolidar el término impresionista para definir la exposición de 1874 y a sus artistas. Jules Castagnary publicó el 29 de abril en el periódico Le Siècle uno de los relatos más informativos: “Nada hay aburrido ni vulgar en la manera en que estos jóvenes enfocan la comprensión de la naturaleza. Es enérgica, vigorosa, luminosa…, cautivante. Qué rápido asimiento del objeto y qué asombrosa construcción. Es sumario, convenido, pero ¡cuánta mancha hay en las marcas!”. Castagnary procuraba calmar los ánimos después de las críticas sensacionalistas de algunos.
La opinión del público fue negativa. Muy pocos entendieron que estos artistas reducían la realidad a un conjunto de sensaciones, aquellas captadas por la retina, transcribiendo las imágenes en su sola consistencia visual. A todo esto se sumaban los avances en las teorías de la armonía de los colores, entre las que destacaban las publicadas en 1839 por Eugène Chevreul, que permitieron la estimulación y exploración de las pinceladas fragmentadas y la yuxtaposición de colores puros.
Para los impresionistas, un paisaje tal y como se había pintado hasta el momento era un error, una copia falsa de la realidad. Para ellos, la naturaleza no se encontraba únicamente en el espacio, sino también en el tiempo, entendido este como factor meteorológico. Primaba la sensación, lo fugaz. A pesar de la escasa acogida por parte del público y de que hubo que liquidar la Sociedad para costear los gastos de la exposición, esta cumplió con uno de sus propósitos: dar cohesión al grupo y convertirse en precedente de futuras muestras de esta índole. Se llegaron a celebrar hasta ocho distintas entre 1874 y 1886. La actitud rebelde y rupturista de los impresionistas con respecto al estilo y gusto del mercado artístico los convirtió en precursores de los venideros cismas del arte.
*Doctor en Historia del Arte por la Universitat de València. España.