Por: Alberto Porlan*
La mitología fue nuestro hogar mental durante milenios, la explicación primigenia frente a los misterios, antes de que la ciencia la fuera desplazando y confinando en el territorio de la literatura o la creencia religiosa. Los mitos no nacen de la inteligencia humana, sino de nuestra capacidad para imaginar. En el pasado profundo, la gente se hacía preguntas simples que su falta de conocimientos científicos no podía responder. El artista irlandés John Vinycomb formuló esto magistralmente en el siglo XIX: “La mente humana sufre una apasionada avidez de saber, incluso de saber aquello que excede su comprensión. Imaginará lo que no alcance a comprender y a continuación expresará lo que imaginó”. Así nacieron los mitos y así hemos vivido siempre, imaginando lo que no entendemos. Desde el descubrimiento del fuego hasta la teoría de cuerdas, hemos seguido el camino a trancas y barrancas espoleados por el aguijón de la curiosidad y sostenidos por las alas de la imaginación. Conque sigamos imaginando.
Imaginemos a un adulto mesopotámico de hace 6.000 años soportando un chaparrón mientras se pregunta por qué llueve. Si en el cielo no hay agua, ¿cómo es que cae agua del cielo? A lo cual respondían sus hombres sabios, sus chamanes, sus sacerdotes, sus filósofos: es que hay agua en el cielo aunque tú no la veas. De hecho, vivimos en una burbuja dentro de un universo de agua. ¿No es el cielo de color azul? ¿Y de qué color es el agua del mar? Ahí lo tienes: cuanto existe está contenido en una burbuja transparente sumergida en un infinito de agua. Las estrellas que vemos por la noche son las brillantes escamas de los peces que nadan en las Aguas Superiores dando vueltas en torno a la burbuja del firmamento. De vez en cuando, se filtra un poco de agua exterior a través de la campana, cae hasta la tierra y la fertiliza. Eso es la lluvia. ¿He respondido a tu pregunta? No era la explicación correcta, desde luego, pero era una explicación y calmaba la curiosidad, que era su verdadero propósito. El sacerdote que daba esa explicación en la Mesopotamia neolítica no estaba mintiendo: creía firmemente en aquellas palabras.
Explicaciones para lo inexplicable. Eran las mismas palabras que habían escuchado sus tatarabuelos y también las que escucharían sus tataranietos. Nadie había podido encontrar otra explicación mejor, y aunque alguien la hubiera encontrado no habría sido aceptada. Hacerlo se consideraría un acto de soberbia y una rebelión contra las creencias generales, sacralizadas por la tradición. Por tratar de cambiar las creencias ancestrales, los mitos consuetudinarios, cayó el faraón hereje de Egipto, Akenatón, aunque detentaba nominalmente la autoridad absoluta del reino.
Los mitos no engañaban, no tuvieron esa intención. Los mitos explicaban queriendo ser verdad, y supusieron un avance extraordinario en la historia de la civilización. Eran conclusiones erróneas, pero el hecho mismo de que existieran ya suponía una actividad lógica que con los siglos daría paso a la ciencia. De hecho, fueron nuestro hogar mental durante milenios. Y aún lo siguen y lo seguirán siendo en tanto no lo sepamos todo, cosa que jamás llegará a ocurrir. Nuestros mitos actuales, como por ejemplo la existencia de vida en otros mundos, están alentados por las posibilidades estadísticas, que no por los hechos. Y otros mucho más profundos, como el peliagudo asunto de la existencia de otra vida después de la muerte, lo están por la fe, que es producto de nuestra voluntad inconsciente de aferrarnos a creencias consoladoras. Algo tan rotundamente humano que merece respeto por sí mismo.
Las primeras sociedades civilizadas se construyeron a partir de mitos que en muchos casos habían sido heredados a su vez. Mitos esenciales en los que había intervenido como protagonista su noción cosmológica, la idea que se habían hecho aquellas personas del universo. Nadie en su sano juicio habría aceptado una proposición tan ridícula como que vivimos en la superficie de una esfera que flota en el vacío sin hundirse, girando sobre sí misma como una peonza cada día y dando una vuelta alrededor del Sol cada año. Porque todos teníamos bien claro que la superficie sobre la que nos movemos es plana y permanece inmóvil bajo nuestros pies, mientras que el Sol y las estrellas dan vueltas alrededor. Y que si el mundo se moviera mientras estamos encima, sentiríamos el viento en la cara constantemente.
Las diferencias entre superstición, mito, creencia y religión siempre fueron borrosas. Lo mítico admite diversas lecturas. Se aplica a lo que se ofrece como explicación sin ser cierto o a hipótesis que han resultado erróneas –el mito del flogisto (teoría científica obsoleta surgida en el siglo XVII que proponía la existencia de esta sustancia invisible para explicar la combustión) o el del “paraíso comunista”, por ejemplo–, así como a un repertorio de descripciones y relatos sobre conductas heroicas (Gilgamesh, los Argonautas, Ulises, Cúchulainn, etc.) o muy tipificadas (Don Juan, Electra).
La muerte y los dioses. Por supuesto, los orígenes del universo y del género humano (mitos de la Creación) suscitan preguntas inevitables, y tal vez fueran los primeros temas mitificados. Pero, en general, los mitos primitivos giran de un modo u otro en torno al gran arcano que nos espera tras la muerte (algo de lo que todavía seguimos sin saber nada cierto) y a la existencia de seres superiores que viven en los cielos. Extraterrestres, por consiguiente; pero espirituales. Los egipcios, que produjeron la civilización más esplendorosa de la Antigüedad, adornaron su mundo con una auténtica jungla de mitos. Sus tradiciones religiosas ya eran milenarias cuando construyeron las pirámides, y su casta sacerdotal era tan rigurosa como exigente para los detalles. La nómina de sus dioses, sus atributos y las tareas de las que se ocupaban resultaba enciclopédica. Sus mitos mayores (el de Osiris, sin ir más lejos) eran probablemente reflejo de otros conocimientos secretos que habrían pervivido de alguna manera entre los gnósticos, hermetistas y alquimistas posteriores.
Porque los mitos antiguos se han adaptado de mil modos para construir otros aparentemente nuevos, a veces con pequeñas modificaciones y otras con cambios radicales. La prueba es que si buscamos en la red un mito histórico, el de Hércules por ejemplo, encontraremos el relato original hundido en un pantano mefítico de cómics, novelas del montón, películas, juegos de ordenador y documentales. El parecido de algunos mitos antiguos entre sí es sin duda muy interesante. La segunda acción de Yahvé como creador fue separar las aguas superiores de las inferiores, lo cual parece una réplica de la noción babilonia que situaba la Burbuja Universal bajo las aguas superiores. ¿Quiere esto decir que los hijos de Israel heredaron el concepto de los mesopotámicos? No forzosamente. Lo más probable es que ambos coincidieran por separado en esa idea buscando una explicación física de la lluvia. Por su parte, el mito homérico de Odiseo/Ulises contiene elementos análogos al mito sumerio de Gilgamesh (quince siglos anterior), que resultan inexplicables sin admitir que Homero hubiese podido conocer el relato oriental, lo que también sería inexplicable.
Dualismo del mundo. Con todo, más allá de sus curiosas semejanzas, lo verdaderamente interesante de los mitos antiguos es su diversidad y su originalidad. En ellos se manifiesta y se explaya el dualismo del mundo en sus aspectos esenciales: luz/oscuridad, vida/ muerte, arriba/abajo, bueno/malo, masculino/femenino. Esta última dualidad, en concreto, se manifiesta ejerciendo sus respectivos atributos: el poder y la generación. Son dos fuerzas complementarias: lo femenino es húmedo, blando, lunar, pasivo, mientras que lo masculino se asocia con lo seco, duro, solar y activo. Que esas nociones físicas tengan que ver con nuestras respectivas características sexuales no significa que se considerasen de distinta jerarquía, porque ambas eran complementarias e imprescindibles la una para la otra. Son el yin y el yang taoístas, el taijitu.
Divinidad en femenino. En casi todas las religiones antiguas documentadas hay dioses y diosas, y si bien los que estaban al mando en épocas protohistóricas –Odín, Teshub, Zeus, Taranis– eran varones sin excepción, no parece que hubiera ocurrido así en épocas anteriores. Es casi seguro, de acuerdo con los restos materiales que han llegado hasta nosotros, que las formas más antiguas que revistió la divinidad fueron femeninas. Si las famosas Venus paleolíticas fueran resultado de las creencias de sus artífices, es posible –solo posible– que todas ellas representasen a una misma diosa, lo cual sería tanto como decir que cuando vivíamos en las cavernas ya teníamos un concepto religioso común.
Las imágenes de las primeras sociedades civilizadas (Catal Hüyük, Hacilar), allá por el VII-VI milenio a.C., replican esa idea de la Diosa Universal entre dos leones, tal como encontraríamos muchísimo después, por ejemplo, a la diosa Cibeles en su carro. Hay una corriente de interpretación que propone ver a aquella Señora como la diosa de la Vida y de la Muerte, y lo explica a partir de un concepto simétrico: aquellas gentes habrían supuesto que, del mismo modo que se llega a la vida a través del sexo femenino, el camino de la muerte se emprende en sentido inverso a través del sexo de la Diosa Universal, donde el espíritu se introduce en busca de la liberación de su estado. La noción de escapar de la muerte implica la idea de que existe otra vida después, algo que siempre hemos anhelado y sobre lo que hemos construido minuciosamente nuestros mitos religiosos.
La lectura del firmamento. Pero también mitificamos los cielos, o tal vez subimos nuestros mitos a los cielos. Los intentos de comprender el firmamento ocuparon a cientos de generaciones de espectadores nocturnos. Sus observaciones astronómicas seguramente eran correctas, pero requerían una explicación de acuerdo a sus mitos y esa parte los convirtió en astrólogos. Los planetas y las constelaciones se identificaron con seres celestes y a continuación se extrajeron pronósticos sobre lo que sucedería aquí abajo como consecuencia de las posiciones celestiales. Aquellas personas eran científicos por sus observaciones y magos o adivinos por sus interpretaciones.
Los contornos de las constelaciones se asociaron con distintos animales en función de oscuros mitos caldeos pronto olvidados, pero sus imágenes, aunque vacías de significado, perduraron milenios. Con ellos construimos una ciencia mítica llamada astrología. Asombra saber que en el sarcófago del primer faraón ptolemaico ya aparece el zodíaco con los mismos signos y en el mismo orden en que lo encontramos hoy en los horóscopos de las revistas.
En cuanto los mitos prehistóricos, transmitidos oralmente y por tanto perdidos sin remedio, no sabemos nada excepto que tuvieron que existir. Siempre los necesitamos, desde los primeros tiempos, desde las cavernas. Historias repetidas una y otra vez en torno a la hoguera, cantadas quizá, que nos hicieron tribu, constituyeron nuestros materiales educativos y definieron las normas de nuestras conductas. El heroísmo, los celos, la traición, el sexo, cualquier actitud humana ha generado sus arquetipos míticos en uno u otro tiempo: Hércules, Otelo, Judas, Don Juan. En realidad, si a eso vamos, casi todo lo que hacemos –e incluso lo que pensamos– está montado o elaborado insensiblemente a partir de mitos más o menos añejos. Sin contar nuestra propia y personal capacidad individual para mitificar algo o a alguien hasta que la realidad o los acontecimientos derriban esa peana.
Continuidad del mito. Lo cierto es que somos incapaces de vivir sin mitos, y además nos encantan. Cada día aparecen docenas de nuevos aspirantes a mito, personificados en cómics, novelas o juegos. En aquellos tiempos, lo mismo que hoy, construimos nuestras sociedades sobre ellos. Fueron la imaginación y la fantasía, fue la poesía quien ayudó a sobrevivir y a convivir en la selva enigmática del mundo a aquellos primitivos grupos humanos sedientos de respuestas. Porque, a fin de cuentas, estamos hechos de tal modo que nos importa más tener una respuesta ante el misterio que resolverlo.
*Filólogo. Escritor