Periódico El Derecho
Nos refiere este galardonado poeta, fantasías, catarsis, cosas, asuntos, pero sobre todo, poemas de inmensa factura, poesía fina, que habla sobre la libertad, las lenguas catalana y castellana, de reyes saliendo en tren hacia el exilio, la espera, su hija Joana y mil y más exquisiteces donde la palabra se recrea y cobra vida, profundidad, frenesí y emociones.
«Mirabas siempre hacia adelante / como si allí estuviese el mar», escribía Joan Margarit. En otra ocasión recomendaba no tirar nunca las cartas de amor -«ellas no te abandonarán»- y algunas tardes se dirigía al lector, ese ser etereo pero siempre presente, como la Rebecca de Hitchcock, para entregarle todo lo que alguna vez poseyó: «Tuyas serán las mujeres que amé / y que nunca he perdido, pese al viento / cruel de los años, y tuyo el enigma / de la isla del tesoro». Dice el poeta que le interesa la cultura, porque lo demás «ya no tiene solución».
Margarit. El gesto amable. Cuando recita se expresa con los puños. ¿Cómo reconocer que tuvo una infancia feliz o infeliz, qué era eso en la España gris de la posguerra, si él nunca pasó hambre? Sus padres se casaron en 1936, el julio aquel en que dio comienzo la Guerra Civil. Cuando tenía cinco años, un señor uniformado le golpeó «por no hablar en cristiano». Hoy pide -exige- tregua política. Está cansado de guerras infértiles. Siempre se expresó en dos lenguas, castellano y catalán, pero, como él recuerda, «no hay ningún gran poeta que no escriba primero en la materna»-. Lo reconoce en algún poema: el castellano no tiene la culpa de su fortaleza. El catalán le es una morada vieja llena de canciones hermosas: son ellas las que se salvarán.
A menudo se dirigía en sus versos a Joana, su hija fallecida, quien padeció el síndrome de Rubinstein-Taybe durante treinta años. Aún cree que, sin la poesía, el hombre se encuentra a la intemperie. Que el poeta es el gran pragmático, no el economista. Que la poesía ha de ser cruel, hasta la más bella. Fue ganador del premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
A continuación, algunos de sus poemas, que por su limpidez y extraordinaria factura, bien vale la pena que sean conocidos, disfrutados y comentados por nuestros distinguidos lectores. Helos aquí:
La muchacha del semáforo. Tienes la misma edad que yo tenía / cuando empezaba a soñar en encontrarte. / No sabía aún, igual que tú / no lo has aprendido aún, que algún día / el amor es esta arma cargada / de soledad y de melancolía / que ahora te está apuntando desde mis ojos. / Tú eres la muchacha que yo estuve buscando / durante tanto tiempo cuando aún no existías. / Y yo soy aquel hombre hacia el cual / querrás un día dirigir tus pasos. / Pero estaré entonces tan lejos de ti / como ahora tú de mí en este semáforo.
La libertad. Es la razón de nuestra vida, / dijimos, estudiantes soñadores. / La razón de los viejos, matizamos ahora, / su única y escéptica esperanza. / La libertad es un extraño viaje. / Son las plazas de toros con las sillas / sobre la arena en las primeras elecciones. / Es el peligro que, de madrugada, / nos acecha en el metro, / son los periódicos al fin de la jornada. / La libertad es hacer el amor en los parques. / Es el alba de un día de huelga general. / Es morir libre. Son las guerras médicas. / Las palabras República y Civil. / Un rey saliendo en tren hacia el exilio. / La libertad es una librería. / Ir indocumentado. / Las canciones prohibidas. / Una forma de amor, la libertad.
Nada enaltece a un viejo. Ni esta violencia con la que deseo / tener razón. / Ni tampoco creer que la felicidad / tiene una relación sutil con la mentira. / Ni ser tan sucio / de corazón como los míos, / a pesar de que a ellos los ensució la guerra. / Mi paz debe ser una paz falsa. / Tampoco no abjurar de la lujuria / ni de la
vanidad. / ¿Cómo podemos ser vanidosos los viejos? / Esta es la derrota. / Un campo de batalla en el que estoy tirado. / Me rodean los muertos. Oscurece. / Puedo oír a lo lejos voces jóvenes / celebrando lo que hoy, / para ellos, aún es la victoria.
Dignidad. Si la desesperanza / tiene el poder de una certeza lógica, / y la envidia un horario tan secreto / como un tren militar, / estamos ya perdidos. / Me ahoga el castellano, aunque nunca lo odié. / Él no tiene la culpa de su fuerza / y menos todavía de mi debilidad. / El ayer fue una lengua bien trabada / para pensar, pactar, soñar, / que no habla nadie ya: un subconsciente / de pérdida y codicia / donde suenan bellísimas canciones. / El presente es la lengua de las calles, / maltratada y espuria, que se agarra / como hiedra a las ruinas de la historia. / La lengua en la que escribo. / También es una lengua bien trabada / para pensar, pactar. Para soñar. / Y las viejas canciones / se salvarán.
Fábula. Pequeña y faldera, la moral / era una perra de esas que ladran sin cesar, / fea como una rata. Todo el día incordiando, / husmeando al perro lobo de la vida / que, indiferente y fuerte, apenas la miraba. / Hoy lo he visto pasar hacia el jardín, / llevaba la moral entre los dientes, / cogida por el cuello, asustada, encogida. / Ya no ladraba, daba unos chillidos / desafinados y espeluznantes, / pero la vida, con su firme paso / de lobo, la ha llevado entre los árboles / llenos de pájaros, y allí / le ha roto el espinazo y después / se ha tumbado a su sombra. / Hoy he hecho limpieza de mis libros, / o sea, de mi tiempo. / De Simone de Beauvoir los tiro todos.
La espera. Te están echando en falta tantas cosas. / Así llenan los días / instantes hechos de esperar tus manos, / de echar de menos tus pequeñas manos, / que cogieron las mías tantas veces. / Hemos de acostumbramos a tu ausencia. / Ya ha pasado un verano sin tus ojos / y el mar también habrá de acostumbrarse. / Tu calle, aún durante mucho tiempo, / esperará, delante de tu puerta, / con paciencia, tus pasos. / No se cansará nunca de esperar:/ nadie sabe esperar como una calle. / Y a mí me colma esta voluntad / de que me toques y de que me mires, / de que me digas qué hago con mi vida, / mientras los días van, con lluvia o cielo azul, / organizando ya la soledad.