Por: Saúl Alfonso Herrera Henríquez*
La política, bien se dice, envuelve actividades esencialmente humanas que competen a todos en tanto seres que conforman una sociedad: son acciones humanas referentes al Estado, son fines de un grupo social, es poder en una autoridad, es una actividad inherente a la naturaleza humana, es lo común a un pueblo, es orden público, es dialogo, es un arma de poder, es controversia, es una propuesta de solución a los conflictos sociales, es búsqueda del bien común…, todo ello y en lo que en cada momento se convierte, no depende de ella misma, sino de quienes la detentan. En política nada está escrito, cada día se construye a sí misma con el ser y el hacer de los hombres.
Democracia, modernamente hablando, no sólo es el gobierno del pueblo expresado a través de la mayoría de entre los iguales, sino que es el gobierno del pueblo, asumida como sociedad de personas humanas con derechos básicos inalienables, expresado por una mayoría de entre los iguales y con el límite fijado por el respeto a esos derechos. En el gobierno democrático, el pueblo en general, la sociedad que vive en ese territorio, tanto la mayoría como la minoría, deben de mantener como consecuencia de su aplicación, esa condición que no es posible alterar con normas que conviertan en inferiores a un grupo y en superiores a los demás. La igualdad no sólo debe de estar presente en el momento en que se adopta una decisión, sino que en la democracia esa igualdad debe de ser una vocación permanente. Para que el gobierno del pueblo se produzca con estas características, deben de cumplirse una serie de reglas que garanticen que ello suceda y que aseguren que no se trata de una suplantación de una persona o de un grupo de personas que se arroga la voz del pueblo o que lo desfigure cercenando sus derechos esenciales hasta convertirlo en un grupo de seres sin libertad y sometidos. Esas reglas son las que constituyen el sistema democrático y las que nos hacen reconocer si en verdad estamos o no en una democracia.
Grandeza, es aquella que no se mide por los triunfos obtenidos, sino por los fracasos superados, por lo que en su ambición sabe ganar, se mide, por lo que, con humildad, sabe dar. Esa grandeza se vuelve una virtud si ese hombre, a sus semejantes sabe servir.
Traigo a colación las definiciones antecedentes con miras a articularlas con la frase, en mi concepto lapidaria de Alexis de Tocqueville (Alexis Henri Charles de Clérel, Vizconde de Tocqueville, pensador, jurista, político e historiador francés, precursor de la sociología clásica. París, Francia 29-julio-1805 / Cannes, Francia 16-abril-1859), quien afirmara con no poca razón respecto de muchos de ellos, que “Los políticos de la democracia carecen de voluntad de aspirar a la grandeza”, lo que nos permite acudir a cuestionamientos reiterativos de importantes estudiosos de la ciencia política, tales como ¿En qué consiste tener éxito en la política? ¿En arribar a un puesto haciendo lo que sea para lograrlo sin distinguir lo ético y lo inmoral? ¿En desempeñar el cargo sin beneficiar a los gobernados y solamente para satisfacer ambiciones personales? ¿En permanecer en el cargo sin respetar la normatividad que lo regula?
Creo que la responsabilidad del político debe ser un todo transparente, evidente, honesto y honorable, características consustanciales del quehacer profesional, al igual que poseer otras virtudes que un hombre público debe cultivar para ser exitoso y que a mi juicio serían el realismo y la sencillez, especialmente por cuanto es bueno y conveniente distinguir que en política popularidad y juicio de la historia no son convergentes.
Pero si consideramos como uno de los factores más importantes o el más importante del éxito político ocupar un cargo relevante, sin importar cómo se obtuvo ni el cumplimiento de sus deberes, tendríamos que calificar a muchos “nada que ver” como triunfadores. José Fouché, como lo refiere su más importante biógrafo, Stefan Zweig, fue una figura relevante durante casi tres lustros, deambulando en Francia entre la Revolución, la dictadura y la monarquía con una extraordinaria e inusitada capacidad para acomodarse en posiciones a veces contradictorias, quien a mi juicio y dentro de este análisis sería el “non plus ultra” de los políticos.
A juzgar por lo expuesto, la conclusión sería o podría ser que el prototipo del hombre público tendría que ser maquiavélico, lo que no corresponde en precisión de justicia al pensamiento del filósofo de la grande Florencia (Italia). Mi opinión es exactamente lo contraria ello; vale decir, que el político exitoso es el que le proporciona más beneficios y aprovechamientos a su pueblo, lo cual es perfectamente medible como evaluable hoy por hoy, ya que a veces su mayor aportación, más que hacer un bien, es evitar males mayores.
Entre nosotros, y hablo del contexto de Latinoamérica, hay una colmada bibliografía sobre liderazgos, ente los que encontramos líderes y dirigentes ciertos, caudillos, tiranos, buenos como malos gobernantes, militares arbitrarios y demás, y el tema ha sido materia hasta para novelas, agregando que hoy en todos nuestros países hay grandes dilemas entre presidencialismo, parlamentarismo y regímenes híbridos. Sin llamarnos a dudas, el desafío es o debe ser el entendimiento entre poderes, la coordinación para hacer, ejecutar e interpretar las normas en todo su contenido, no sobre teorizar la política; de ahí la necesidad, imperiosa por demás, que enfoquemos a nuestros políticos de turno en cuanto a su comportamiento, su calidad persona, intelectual y humana con los muy grandes personajes que han trasegado por la historia de la humanidad, en la necesidad de los tiempos que vivimos y que como siempre, así lo exigen, a fin de en lo posible, y más allá, en lo probable, acertar.
*Abogado. Especializado en Gestión Pública. Derecho Administrativo y Contractual. saulherrera.h@gmail.com