Por: Álvaro Beltrán Pinzón. abpopinion@hotmail.com

Existen circunstancias que marcan el comportamiento de las gentes a través de generaciones, como sucede con la búsqueda de El Dorado, legada por los españoles y aún latente entre nosotros.

El ansia de dinero rápido encontró receptividad en nuestro medio y ha sido la motivación que ha impulsado a muchos a despreciar los riesgos y las consecuencias de tal despropósito. Se ha dicho también que es la herencia maldita del narcotráfico. En cualquier caso, cierto es que ha hecho metástasis en buena parte de la sociedad, cuando se advierten formas de corrupción por doquier.

Sin embargo, ese “Dorado” no siempre es posible alcanzarlo y, menos, disfrutarlo. Así nos lo recuerda Wade Davis en su reciente libro sobre el río Magdalena. Relata que Gonzalo Jiménez de Quesada, al mando de 200 hombres, emprendió en Santa Marta el camino hacia las montañas, desafiando todo tipo de penurias, en un viaje que diezmó sus fuerzas, hasta que pudieron reagruparse en La Tora y llegar a la Sabana de Bogotá en 1538. Para su sorpresa, Sebastián de Belalcázar había tomado decisión similar, luego de fundar a Cali y Popayán, en 1536; y, anteriormente, Nicolás de Federmán, alemán al servicio de banqueros de la Corona, hizo lo propio, desde Venezuela, atravesando los Llanos Orientales.

A punto de enfrentarse por los derechos a los que cada uno aspiraba, por iniciativa de Federmán, acordaron trasladarse a España para que fuera el mismo rey quien dirimiera la posesión entre los tres codiciosos conquistadores. Al final, ninguno de los aventureros sería recompensado con el gobierno de estas tierras. A cambio, se vieron envueltos en denuncias y problemas legales hasta que decidieron regresar por su cuenta a América, para morir en la desgracia y en la miseria.

Como guerreros, destruyeron prácticamente todo, y, como hombres, no dejaron casi nada, sentencia Davis. El coraje, el celo y la fortaleza que los impulsaron a la fama y a la riqueza fueron, de igual forma, el camino a la locura, la humillación, el deshonor y la muerte. Una lección de la historia que, al parecer, tampoco hemos aprendido.

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