ANTONIO POU

Por: Antonio Pou*

“Los humanos somos la mayor amenaza del planeta”. “Es que somos así, qué le vamos a hacer”. “Lo que ocurre es que somos un error de la naturaleza”. “Pero, ¿de qué habláis? ¿Habéis perdido la cabeza o qué?”. “No hagas caso, lo que están haciendo estos ambientalistas es entorpecer el avance de la humanidad. ¡Déjalos, que se vuelvan a las cavernas, pero que nos dejen en paz!”.

Cada día me resulta más difícil hacerme una idea de la situación ambiental actual. Yo parto de la idea de que siempre hay algo de razón, aunque sea un resquicio, en las argumentaciones de todas las personas. Evidentemente, eso implica que nadie tenemos razón al 100%, lo cual nos lleva a contradicciones. Hace unos años, dando una charla sobre el cambio climático, traté de exponer la gran complejidad científica del tema, desde un punto de vista lo más objetivo que pude, y respondí en ese tono a las preguntas que me hicieron. Al acabar el acto, se acercó uno del público al director de la institución que organizaba el acto y le preguntó al oído: “Pero ese señor, ¿está en favor o en contra del cambio climático?”.

Todos queremos respuestas fáciles a asuntos difíciles. Evitamos tener que pensar, y lo evitamos por todos los procedimientos posibles. Pensar cuesta esfuerzo, y en cuanto nos molestemos un poco en preguntar a las personas, buscar datos, o rebuscar por las propias neuronas, es muy probable que nos encontremos con dudas y contradicciones. “Para una vez que me pongo a pensar, tengo más dudas que antes, ¡qué angustia! Si lo sé, ni empiezo”. Y, para no parecer un ignorante, nos afiliamos al discurso social, y se acabó la incertidumbre. “Pero ese discurso social cambia con gran frecuencia, así no se resuelve la incertidumbre”. —“Ya, pero eso no es culpa mía, yo me afilio siempre al discurso social que esté de moda, así no cabe la incertidumbre y vivo feliz”. Y así hacemos la mayoría de las personas. “Pero de ese modo no buscan la verdad de las cosas”. —“La verdad era verde, y se la comió un burro”. Asunto concluido.

Entre los velos del sueño, caminando por un sendero del bosque, llego a un claro con un cartel que anuncia “Bienvenido al Universo del Ambiente”. El camino pasa junto a una primorosa choza de ramas y barro con techumbre de paja sobre el que reposan varios pajarillos. La choza está en medio de un huerto lleno de flores y plantas de todo tipo. Me acerco a una de ellas de hojas llamativas, flores de color violeta y frutos de tonalidad amarillo-verdosa. “¡Qué bonita! ¿Se puede comer?”, le pregunto a la mujer que está rodeada de flores. “Pruébala y lo sabrás”, responde la señora Naturaleza, que así dice que se llama. “¿No será venenosa, verdad?” —“No lo sé, algunos animalillos se la comen y otros no. Prueba a ver”.

No me quedo muy convencido, así que continúo por el camino. Al doblar un recodo aparece un conjunto de habitáculos de muy diverso porte. Algunos parecen como una pequeña colina recubierta de vegetación, con una discreta puerta de entrada. Un poco más allá, en un laguito, hay varios montículos de ramas entrelazadas que recuerdan a casas de castor, pero de tamaño para humanos. De una sale un hilillo de humo de la chimenea. Junto a la orilla, bien integrado paisajísticamente, hay un edificio imponente de porte vanguardista. No tiene ventanas, tan solo una puerta circular, y un cartel sobre ella: “CCIA. Centro de Comprensión e Investigación Ambiental”.

Toco una campanilla que cuelga al lado de la puerta y ésta rueda hacia un lado, dejando libre la entrada. No se ve a nadie, pero una voz me invita a entrar. “Hola, ¿qué deseas?”. “Buenos días, o noches (no sé), vengo a ver si me aclaran un poco qué es eso del Ambiente”. —“Adelante, estás en el sitio adecuado”, me habla la voz, “Entra a esta sala”. Se abre una puerta, entro, y camino por una lámina de vidrio transparente, flotando en el aire, pero no siento vértigo. Bajo mis pies, a diez o veinte metros de profundidad, se extiende un prado bordeado de bosque. Hacia arriba, una cúpula que parece el cielo, suave y unifórmense iluminada. “¿Estás preparado?”. Asiento con la cabeza; estoy demasiado sorprendido para articular palabras.

Instantáneamente, el paisaje bajo mis pies y el cielo desaparecen. Afortunadamente el suelo de vidrio sigue ahí y no me caigo. Me encuentro en el centro de una esfera iluminada por una luz difusa, blanquecina. Al cabo de un par de segundos, la esfera se recubre de espejos y mi imagen se ve reflejada por abajo y por arriba en todas las posiciones posibles. Los espejos reflejan mi imagen repitiéndola una y otra vez. Me veo flotando, en el centro de un universo infinito relleno de mi yo. “Infinito no, somos justo 8.083.812.199. Bueno, en este momento, que en tu reloj son las 20 horas del 9 de Enero de 2024. Pero ya hay una más, y otra, y otra. Cada minuto aparecen 140 más”. ¿No puedo ir a otro sitio?, esto me agobia. “Claro, sin problema, sigue caminando y cruza la puerta de enfrente”.

De nuevo estoy en otro espacio, flotando sobre otra lámina de cristal en el centro de una esfera de luz difusa de tonalidad ocre claro. Se apaga y al encenderse de nuevo me veo rodeado de cacharros: muebles, frigoríficos, lámparas, laptops, cables, coches, aviones, centrales nucleares, cepillos de dientes, pelotas, arados, teléfonos móviles, cacharros nuevos, viejos, antiguos, modernos, unos a medio construir, otros pura chatarra. Cuelgan por todos los lados, están por encima de mi cabeza, bajo mis pies, lejos, cerca… “Por favor, sácame de aquí, no lo aguanto”. “Vale, vale, no aguantas nada. Sigue andando y haz como antes, cruza la puerta de enfrente. Ah, y no hace falta que me lo pidas: si no te gusta, sigue”.

En el siguiente espacio esférico, estoy sobre un paisaje idílico, Lo veo como si estuviese en el piso treinta o cuarenta de un rascacielos. Varias familias viven en chozas, entre cultivos y animales domésticos. Se les ve bien, felices. Más allá se extiende un bosque frondoso de donde sale un riachuelo que pasa junto a las chozas. “Esto sí me gusta, es como un paraíso”. “Claro, porque solo eran unos pocos millones de personas en la Tierra, pero no necesariamente por eso eran más felices”. “¡Es maravilloso contemplar la armonía de la naturaleza!”. “Bueeno, depende de cómo lo mires”. A continuación, el cielo se oscurece y comienza una enorme tormenta. El idílico arroyo se convierte en un torrente furioso, los tejados de las chozas vuelan, el viento arranca los árboles, un rayo cae en el bosque y lo incendia, el suelo tiembla y el terreno comienza a deslizar, llevándose todo y dejando las rocas del subsuelo al aire… “Cosas del planeta Tierra, que es muy suyo”.

Salgo despavorido hacia delante, a la siguiente puerta, pese a que no me ha mojado ni una sola gota. Recorro salas y salas, unas bonitas, otras feas, unas deprimentes, otras esperanzadoras. Estoy aturdido y no se me ocurre ningún comentario. Ya estoy harto de tanta locura. “¿Es que esto no tiene fin? ¡Que alguien pare este infierno!”. “Ahora mismo, faltaría más, cruza la siguiente puerta y ya está”. La cruzo y me encuentro en el centro de la esfera a un individuo de espaldas. Al acercarme se vuelve hacia mí, sonriendo. “Hooola, ¿me conoces?”. No hay duda, soy yo, en la más estúpida versión de mí mismo.

Mil disculpas, me he quedado traspuesto encima del teclado. Creo que lo que acabo de describir son sueños de infancia en versión adulto, matizados por la experiencia. Me trasladan a aquella época, hasta mi colegio, que estaba a poco más de dos kilómetros de casa. Solía ir y venir andando, para quedarme con el dinero del transporte y gastármelo a mi aire. Eran cuatro viajes diarios, cuesta arriba y cuesta abajo, cruzando cuatro veces el antiguo puente de piedra. Un tramo del trayecto era bastante rectilíneo, pero al cruzar el puente tenía que dar un pequeño rodeo, que me parecía injusto, porque desde el mismo puente casi se podía ver mi casa. En invierno, a la vuelta ya era de noche y al llegar a la mitad del puente imaginaba —casi lo veía con mis propios ojos, que habían instalado una larga pasarela aérea que arrancaba del puente, y que conducía directamente hasta la ventana de mi cuarto, en un tercer piso.

El sueño duraba poco, porque mi parte racional entraba en juego y objetaba que, si todo el mundo hiciese lo mismo, el espacio urbano sería un caos de puentes y pasarelas, porque no solo serían necesarias para llegar a tu casa, sino para ir a cualquier sitio. Pero el sueño retornaba, forcejeando con la racionalidad y a veces se disparaba, extendiéndolo a los automóviles. Eran vehículos silenciosos y futuristas, que circulaban por redes de puentes estilizados conectando a distintos niveles a imponentes rascacielos; sueños inspirados en las portadas de novelas de ciencia ficción. Como anticipo de esa fantasía, me encantaban las fotografías de coches americanos circulando por los lazos que conectaban pisos de autopistas. Eran las vías de escape mental hacia el futuro, tratando de huir de una sociedad para mí opresiva, en la que aún afloraban restos de épocas medievales.

*Profesor Honorario, Departamento de Ecología, Universidad Autónoma de Madrid. Columnista Invitado

TEMA ENLAZADO: EL SUEÑO AMBIENTAL, ¿UNA UTOPÍA INALCANZABLE? (II)

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