Periódico El Derecho

La relación política y cultura, hoy redefinida como consecuencia de múltiples factores, entre ellos la globalización, la sociedad de la información, la desinformación y la valorización de la democracia, requerida está de ser revalorizada, fortalecida y profundizada, a efecto de hacerla y hacernos mejor como base societaria de cara a un superior porvenir para todos. Elementos que la era de la aldea global pone en un lugar privilegiado de la economía con sus componentes de conocimiento-información, con lo cual dichos bienes simbólicos pasan a ocupar un lugar más importante en la pugna redistributiva. Cuanto más penetran en la competitividad global, más se templa la carrera por apropiárselos y usarlos. El papel cada vez más preponderante de los medios de comunicación de masas hace que la política desarrolle, sobre todo, su componente mediático. Con ello circula una imagen de los políticos mucho más recortada por la estética publicitaria de los medios y por un uso más informatizado de la cultura de masas. Con ello se modifica la mediación simbólica de la competencia política, cada vez menos referida a la producción de proyectos y más definida por la circulación de imágenes.

La propagación global de la circulación del dinero, la información, las imágenes y los símbolos, diluye la idea unitaria de Estado-nación como principal referente de pertenencia territorial y cultural. A medida que se deslocalizan los sistemas productivos y los emisores de mensajes, prolifera un cierto “nomadismo identitario” que va de la mano con el carácter transnacional de la economía. Nomadismo que combina, de manera paradójica y múltiple, con una mayor afirmación de identidades y sensibilidades locales en el diálogo cultural global. Cobra espacio en la vida de la gente el consumo material (de bienes y servicios) y el consumo simbólico (de conocimientos, información, imágenes, entretenimiento, iconos) al punto que se afirma que estamos pasando de la sociedad basada en la producción y la política, a la sociedad basada en el consumo y la comunicación. Con ello, la política se inviste de cultura y viceversa.

La globalización comunicacional y la nueva “sociedad de la información” alteran también las formas del ejercicio ciudadano, que ya no se restringen a un conjunto de derechos y deberes consagrados constitucionalmente, sino que se expanden a prácticas cotidianas que podríamos considerar a medias políticas y a medias culturales, relacionadas con: la interlocución a distancia, el uso de la información para el logro de conquistas personales o grupales, la redefinición del consumidor (de bienes y de símbolos) y sus derechos y el uso del espacio mediático para devenir actor frente a otros actores.

Dichas tendencias vienen pobladas de conflictos y asimetrías. Las promesas de interacción a distancia y de información infinita coexisten paradójicamente con la tendencia a la exclusión, la pérdida de cohesión y la desigualdad al interior de las sociedades nacionales, con un aumento análogo de la brecha entre los recursos productivos de países industrializados vis a vis los países en desarrollo. Los derechos sociales y económicos encuentran mayores dificultades de materializarse en compromisos reales entre el Estado y la sociedad, sobre todo con la fisura del Estado de Bienestar en Europa y de sus réplicas parciales en países en desarrollo, y por la crisis sin precedentes del trabajo (mayor desempleo y mayores brechas salariales).

Por otra parte, la globalización trae consigo una mayor conciencia de las diferencias entre identidades culturales, sea porque se difunden en los medios de comunicación de masas, porque se intensifican las olas migratorias, porque hay culturas que reaccionan violentamente ante la ola expansiva de la “cultura-mundo” y generan nuevos tipos de conflictos regionales que inundan las pantallas en todo el mundo. De este modo, aumenta la visibilidad política del campo de la afirmación cultural, a la vez que las demandas por ejercer derechos sociales y económicos chocan con mercados laborales restringidos por el fin del fordismo, pero también por los ajustes de las economías nacionales abiertas al mundo.

Lo anterior obliga a reformular las relaciones entre cultura y política. Por una parte, cambian las culturas políticas en la medida en que crece la exclusión social y se atomiza el mundo laboral. Se rompe la relación tan estrecha, y en alguna medida focal, entre poder político y actores productivos, o entre Estado y trabajo, o entre pugna distributiva y derechos laborales. Por otra parte, el colapso de los proyectos socialistas y la pérdida de legitimidad del Estado-Providencia desplazó las culturas políticas, desde opciones de más largo aliento, hacia un nuevo mainstream, más restringido (política en tiempos de ajuste y apertura económica) y con una semántica más administrativa y menos sustantiva. En tercer lugar, los conflictos culturales se hacen más políticos porque se tornan efectivamente más descarnados y violentos y, por lo mismo, fuerzan a la intervención del poder (local o global); pero también se hacen más políticas las demandas culturales porque, dadas las dificultades del sistema político para responder a demandas sociales tradicionales y para comprometerse con grandes proyectos de cambio, encuentran en el mercado de demandas culturales un lugar propicio para seguir en la competencia.

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