caratula libro Soñando despierto

Periódico el Derecho

El pasado 24 de noviembre se presentó en Ibagué el libro ‘Soñando Despierto’. Antología poética de Alberto Santofimio Botero, con el sello de Pijao Editores. Un recorrido por la poesía del Tolima. El Derecho, publica el prólogo en tres entregas, siendo esta la tercera y última de las mismas, Es este escrito sin duda, una pieza literaria imperdible, dado el sinnúmero de aportes propios y universales de inmensa valía que nos brinda su autor.

Juan Lozano y Lozano fue, ante todo, un combatiente de la libertad, y para realizar ese, su impalpable derrotero de poeta, de crítico literario, de guerrero en las fronteras, parlamentario, diplomático, orador, ministro y editor, jamás abandonó su estilo poético.

El arte era para él, una de las formas de combatir por la libertad, con idealismo apasionado. La dispersión de actividades privó a Colombia de cuajar en Lozano y Lozano uno de los más significativos poetas del siglo XX. Cuando estaba dedicado a combatir la dictadura desde los periódicos de los años cincuenta, fue él mismo quien definió su tratado de límites con la poesía y mostró su incidental relación con ella: “La poesía ha sido en mi, incidental ejercicio de la inteligencia, la he considerado como la más eficaz y agradable forma de distracción de los azares de la vida. Mis versos son más artísticos que poéticos; son la expresión de una persona culta, que se precia de conocer el oficio literario, que gusta de la estética de la vida, y que la ejercita ocasionalmente en la poesía. Ha elegido una ruda lucha de vida, y mis versos, en cambio, presumen de preciosos”.

Sin embargo, fugaz en el oficio poético, fue fecundo en sus producciones, perdurables todas ellas y distinguidas por un evidente preciosismo en la presentación formal y una honda inspiración. “Los sentimientos elevados, la claridad del lenguaje, y la verosimilitud de las imágenes”, distinguieron, inequívocamente, sus trabajos poéticos como lo afirma Charry Lara. Joyería, es una elevada suma de la mejor poesía colombiana de todos los tiempos y una acabada demostración de perfección limpia y brillante en la estructura del soneto, como Memoria de un instante.

Si la poesía colombiana arranca para la tradición reconocida en don Juan de Castellanos, la del Tolima tiene que partir de quienes en el siglo XIX dejaron con firmeza clara huella en sus obras, y por eso se incluyen en esta antología rescatándolos del olvido de muchos años.

Al escoger un dilatado periodo de la historia poética del Tolima no podemos por ello incurrir en la injusticia de deliberados olvidos o ausencias. En algunos casos hemos preferido contrariar nuestro gusto o chocar con nuestras íntimas predilecciones poéticas, para no poner en peligro el trabajo objetivo que nos impusimos. Hemos seguido la máxima de Hegel: “el hombre libre no es envidioso, admite de buen grado lo que es grande y se regocija de que lo grande exista”.

Todos los textos que aquí están, es porque son producto del talento de algún poeta y testimonio, así no sea el más afortunado, de una época de la creación literaria de nuestra región. No se puede hablar rígidamente de generaciones, escuelas, grupos, en el largo recuento de los poetas del Tolima; todos ellos, en las distintas esferas del prolongado tiempo que hemos recogido en este libro, están signados por un sello individual, o conectado con las escuelas que surgieran en la capital de la República y a la cuales, con explicable retardo, les llegaban también el viento saludable de las corrientes europeas. Es marcado, por ejemplo, el influjo de las generaciones españolas del 98 y del 27, sobre nuestros escritores. Miguel de Unamuno y Antonio Machado son los poetas que más relevante influencia tuvieron en algunos de los nuestros.

Y qué decir de Baudelaire, de Mallarmé, de Ronsard, de Verlaine, cuya predilección a convertir la poesía en universo autónomo contrapuesto a la realidad prosaica, irradió con la fuerza de su luz renovadora una pauta en la que se guiaron los colombianos de aquel tiempo.

Y los jóvenes del 27, en la España ensangrentada por las conflagraciones, Jorge Guillen, Pedro Salinas, Damaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, los sublimes “nietos de Góngora” que aterrando al viejo Juan Ramón Jiménez, su maestro indiscutible, le notificaban de su grito de independencia libertaria que de la madre patria llegaban a la tertulias bogotanas, al Ibagué de Camacho Ramírez, Darío Samper, Emilio Rico, Julio Galofre, Salvador Mesa, Fidel Peláez, Alberto Santofimio Caicedo, Jorge Alberto Lozano y tantos otros.

Eran las generaciones llevando las modas europeas como el mejor escudo de la independencia en la palabra remozada y la libre creación. Ellos reconocían a Rubén Darío como símbolo, pero pretendían superarlo en lo nuevo; ellos, según Damaso Alonso, perseguían una “actitud de rechazo contra la retórica y los excesos del modernismo” pero afirmando que “no se alzaban contra nada”.

Su meta trasmitida a los latinoamericanos, todos, podría resumirse en “hablar la plenitud de la intención poética”, de remilgos de la Academia y a pesar de las consignas de escuelas y capillas, ofrecen otros tantos puntos de acceso, de simpatía, de comprensión y de amor a los innominados lectores que por el nuevo sortilegio del lenguaje común, comienzan a intuir en los sentimientos y propósitos del aparentemente hermético creador de mitos y belleza.

Así como Luis Carlos López logra identificar en “ese cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos” la pasión por la noble ciudad colonial de sus querencias, de la misma manera como el Sergio Stepansky creado por León de Greiff, juega o cambia su vida, identificado con la pasión de un pueblo antioqueño de viriles trabajadores, en notas poéticas ambas que rompen lo moldes de lo tradicional en imagen y palabras, en lo nuestro, la “Ibagué tierra buena, solar abierto al mundo” del maestro Bonilla, es identificada con el corte de lo clásico y de los cultores de Academia. Y así en los versos de don Víctor A. Bedoya, influidos al máximo por la fría loza de la poesía valenciana.

Es una lástima tener que decir que muchos de nuestros talentos se estancaron en la lírica rígida de la “poesía pura” que al decir del maestro Zalamea se quedaron de “poetas estreñidos que sólo expelen sonetos de aire y cancioncillas gaseosas (…)”.

Los de demarcado tinte romántico e intemporal que por ello no fueron intérpretes. Sus versos leídos hoy como antes, producen la misma sensación de intrascendencia, de repetición, de medianía. Dejamos al lector, para no entrar en polémicas por nuestra condición de arqueologistas, el criterio sobre esas apreciaciones.

Figuras como Nelson Romero, Doris Ospina, Daniel Montoya, Luz Mery Giraldo, Esperanza Carvajal, Mery Yolanda Sánchez, María del Rosario Laverde y Ricardo Torres Correa, con su más reciente poemario “Borrar todos los Nombres”, con el cual obtuvo el Premio Ibagué literaria 2021. De este libro expresó el reconocido crítico Literario Federico Díaz-Granados: “No se borran esos Nombres, sino que se reinventan, con una luz diferente”. Coincidimos con este autor, cuando leemos en el libro de Torres Correa lo siguiente: “Hilos con que se cose la ignominia en la boca de los desaparecidos (…) un destello de luz y de sabia sustancia que se esparce en las márgenes del patio (…) algo se quedó en el inmenso solar de la primera casa que habitamos con mis Padres, algo que intento recordar y no puedo”. Con inspirada y conmovedora sencillez, el poeta remata: “Sin embargo soy feliz, sólo necesito un poco de lluvia “.

Idéntico mérito poético encuentro en Daniel Montoya cuando expresa: “Y nosotros nos apagamos, sin tiempo de saber qué material es nuestra luz”. En su canto a Jefferson, este mismo autor en encendida protesta poética sentencia: “Entre una Ciudad y un campo de maíz tensan hilos de metal. En ellos cuelgan los cuerpos de niños, mujeres y hombres negros, como si fuera la ropa sucia de los Estados Unidos.”

Estas palabras, cómo un látigo indignado, demuestran sin duda que este poeta leyó a Faulkner y a Whitman. Este autor nacido en el Meta, pero adoptivo del Tolima, nos invita a admirarlo cuando expresa: “Almas a las que uno tiene ganas de asociarse, como una ventana llena de sol”.

Doris Ospina, desde su exilio voluntario expresa: “me crie por obra y gracia del azar. Las heridas fueron mis raíces y la ausencia mi pan. Una nube negra alumbra mi casa, el silencio fue mi pariente y el miedo mi cómplice. La Felicidad vino en dosis pequeñas, pero al verme se asustó.”

La obra poética de Luz Mery Giraldo ha recibido significativas distinciones, como el Gran Premio individual de Poesía “Vidas de Poesía encurtea de anyes 2013”, Premio Nacional Casa Silva, por la obra “La Poesía como una casa” en 2011.

Me ha seducido, su poema “Tejer la vida”. Leyéndolo recordé a Antonio Machado: “Tejes y destejes Penélope, la vida que avanza y retrocede y da vueltas en redondo y pasa sin que nos demos cuenta, pasa“. Como decía Aurelio Arturo, el enorme poeta de “Morada al Sur”, “Esto es poesía” indudablemente.

William Ospina, admirador de la obra Poética fundamental de Aurelio Arturo “Morada al Sur “, tuvo también su morada, pero al Norte del Tolima. Nació entre la niebla, los frailejones, la torrentera traviesa de quebradas y de ríos, en medio de la naturaleza pródiga y desmesurada de la alta cordillera de su natal Padua. Oyendo el rumor del viento en fríos páramos y el golpe persistente de la lluvia sobre los tejados de Zinc, las notas melancólicas de valses, tangos y boleros, en la guitarra prodigiosa de su padre don Luis, músico y político, en las largas noches de Luna llena y estrellas vírgenes en el cielo infinito y solitario.

En ese ambiente propicio, tuvo que haber nacido su sorprendente inspiración de mago de la palabra, arquitecto de la metáfora y dueño de un lirismo puro, que se condensó inicialmente con sus poemarios Hilo de Arena, La Luna del Dragón, y El País del Viento, Premio Nacional de Poesía Colombiana en 1992.

Pero el alma estremecida de poeta ronda al autor de importantes novelas, sesudos ensayos, y polémicas columnas de opinión en el diario El Espectador. En Ursúa, Las Auroras de Sangre, El País de la Canela, La Serpiente sin ojos, y especialmente en Guayacanal, serpentea múltiple y fecundo el tono poético.

De sus contemporáneos Tolimenses es, sin duda, la pluma más reconocida, admirada y prestigiosa. Quién como orgullo de nuestra tierra, ha escalado en estos dos Siglos las máximas alturas del reconocimiento de los premios Literarios y de la crítica Nacional y extranjera, así como una inmensa legión de lectores. Muestra fundamental de estas afirmaciones es la publicación de su obra poética en España.

En una tertulia íntima, en el recinto amurallado de Cartagena de Indias, comentamos junto con Gabriel García Márquez, su cercano amigo Guillermo Valencia, Presidente de la academia de Medicina, del poeta Félix Turbay, así como de los Presidentes Honorarios de la Academia de Historia, Arturo Mantso Figueroa, Vicente Martínez Emiliani y Carlos Villalba Bustillo, las obras Literarias de la Nueva Generación, que en los años 90 comenzaban a proyectarse en el firmamento de las letras Colombianas.

Luego de escuchar diversas opiniones de sus contertulios, y haciendo uso de un prolongado silencio, García Márquez se levantó y dirigiéndose a mi manifestó: “Este paisano tuyo William Ospina es para mí el mejor de todos. Es el llamado a permanecer. Tiene talento, imaginación y manejo impecable del Idioma”.

El vaticinio de Gabo se ha impuesto con el tiempo. Pasados más de treinta años, de su ocurrencia, resulta asombrosa la precisión. De ahí que, en esta Antología de Poetas del Tolima tengamos que exaltarlo con justicia y merecidamente, más allá de los sentimientos de paisanaje, amistad y admiración personal, que nos une en común.

Aun cuando la poesía fue para ellos, en su existencia, “un oficio incidental”, como afirmó alguna vez Juan Lozano y Lozano, aludiendo a su obra “Joyería“, autores incluidos en esta Antología, cómo Armando Gutiérrez Quintero, Nelson Ospina Franco y Edgardo Ramírez Polanía, pese a su entrega al servicio público, lograron, sin embargo, una breve cosecha poética.

Toda antología suele ser, por su carácter selectivo, un acto de arbitrariedad de sus autores. Sin perder la verdad de este concepto, Carlos Orlando Pardo y yo soñamos con realizar la de los poetas del Tolima, que no existe en extensión, dimensión y densidad como la que pretendemos darle a esta obra, corridos 22 años del siglo XXI.

Los territorios superiores de la poesía, la devoción por nuestro paisaje, la pasión por la tierra, el eco de nuestras canciones y la visión y la presencia perenne del amor y la mujer, alejaron definitivamente de nuestro espíritu, la escoria del odio, la frustración, la pequeñez y la amargura.

La rosa viva de la poesía, mi fiel compañera en el camino de la existencia, con su hálito generoso y tierno, nos libró de la influencia de los negros heraldos que corresponden al tránsito de ciertos espíritus. Por eso nos mantenemos fieles a la línea diáfana de Paul Eluard: “Por el cedazo de la vida haciendo pasar el cielo puro” cerca, muy cerca de la misteriosa e indefinible razón de los poetas.

Esta hazaña, al igual que la realidad de la antología que hoy entregamos al gran público lector, no se hubieran logrado sin la pasión de leer y escribir poesía, desde la lejana infancia hasta hoy. El alma poética nos ha permitido caminar entre los peligros y los azares de la vida pública, pasar por el círculo de fuego de las injusticias y las persecuciones y poder afirmar, finalmente, con el mejicano Alfonso Reyes que, “cuando llegan las oscuras voces del desconsuelo, mejor es desoír, mejor es olvidar.” / A.S.B.

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