Periódico el Derecho
El próximo pasado 24 de noviembre se presentó en Ibagué el libro ‘Soñando Despierto’. Antología poética de Alberto Santofimio Botero, con el sello de Pijao Editores. Un recorrido por la poesía del Tolima. El Derecho, publica el prólogo en tres entregas, siendo esta la segunda de las mismas, Es este escrito sin duda, una pieza literaria imperdible, dado el sinnúmero de aportes propios y universales de inmensa valía que nos brinda su autor.
No tuvo el Tolima en aquella época, en la poesía, lo que en la literatura nacional encontró la violencia en la Novela o en la Narrativa con obras como “Viento seco” de Daniel Caicedo o “El Cristo de Espaldas” de Caballero Calderón, o Castro Saavedra en sus caminos de la patria “sin ángel de la guarda”.
Quizás el duro impacto del vértigo de la noche violenta no dio tregua ni armisticio para la alborada de la poesía en ese tiempo signado por el castigo de la muerte implacable. Este absurdo periodo de la vida nacional que se calificó desde entonces con el “vago y temible nombre de la violencia”.
Imaginemos si nuestros poetas en lugar de seguirle cantando a la luna de don Diego Fallón, a la Amada de Juan Lozano y Lozano, a los fantasmas de Pardo García, a los niños de Luz Stella, sobre la herida abierta, hubiese dado el alarido de la justa protesta poética. La encontramos cuando Leyva reconoce que “no se pueden comprar flores donde se venden escopetas” y cuando exclama: “Que duro compañero” quién podrá decirte atormentado, que tú ya no regresas”. “Muchachos lo que les vino a pasar, todo porque amaron a su pueblo.” Un canto de rebeldía y de protesta ante la presencia de la muerte y la violencia, cegando la ilusión juvenil y la primavera de una generación que no conoció la paz pese a anhelarla con devota firmeza y a luchar por ella, denodadamente.
Si a alguien se le hubiera ocurrido entonces desacralizar la poesía de la herencia modernista y romántica, y volverla, como en otras patrias, instrumento de lucha popular contra la opresión, las dictaduras y el eclipse de los derechos humanos y de la libertad, otro hubiere sido el significado poético en esa dolorosa etapa. Se nos dirá que algo similar ocurrió con la guerra civil del novecientos, cuyos héroes y gestas sólo fueron la poesía en la pluma de generaciones posteriores. No ha ocurrido entre nosotros como en la guerra civil española, o en la revolución mejicana, donde poemas y cantares dieron fuerza insuperable a la batalla bélica.
Parece que aquí, meditabundos y tranquilos, hechos a la guerra, a la muerte, nos pareciera un fenómeno tan corriente y natural la violencia, que para algunos; más era una nueva guerra de las que se vivieron los abuelos Buendía, que un fenómeno de insólita crueldad digno de ser reivindicado en la creación de poetas y escritores.
Entre signos de la repugnante dictadura de la muerte, con la libertad amordazada, algunos de nuestros poetas, lejos de ese “Mundanal ruido” en sus torres de marfil, seguían las escuelas, los grupos, las modas en su tiempo poético, sin inmutarse ante el terrible fenómeno de sangre que los circundaba.
Pero esta no puede ser la Antología de lo que no se escribió, sino de la cosecha que la tierra dio, aún con este inconcebible vacío que no podíamos dejar pasar cuando de la historia de los poetas del Tolima en estos dos siglos se trata.
Máxime cuando sorprende que la innovación poética contra la desaparición de la patria libre, del derecho a la propiedad privada, a la vida, a las convicciones políticas o a los ideales democráticos no partió del campo de batalla, sino de la capital de la república cuando Jorge Gaitán Durán, Hernando Valencia y otros en la revista “Mito” comenzaron con una insurgencia en las formas, la expresión y la concepción de la literatura ante el fenómeno histórico.
En el primer número de su extraordinaria revista lo expresaron con valor, con firme convicción: “nos limitaremos a exponer en este estado de servicio una herramienta eficaz: las palabras (…)” y más adelante agregan con vehemencia: “rechazaremos todo dogmatismo, todo sectarismo, todo sistema de perjuicios. Nuestra única intransigencia consistirá en no aceptar nada que atente contra la condición humana”.
No es anticonformista el que reniega de todo sino el que se niega a interrumpir el dialogo con el hombre, Pretendemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Esta será nuestra libertad, la que practicaremos hasta el feliz atardecer de nuestra vida.
Así afirmaba, como generación literaria, cuando bajo las dictaduras, la libertad era tan sólo una clandestina ilusión de escritores y poetas. Pero ellos, conscientes del estado de descomposición nacional y de quiebra absoluta de los valores democráticos, aportaban su visión independiente y nueva contra la falsa retórica tradicional, contra el conformismo, el statu quo, la absurda distribución de la riqueza, los intereses creados dominando los medios de información y comunicación masiva.
El hondo vacío de abundante producción de poesía en la violencia pudo obedecer, en efecto, a la circunstancia de haber cumplido una sustitución de las armas de la inteligencia, por las más eficaces de la fuerza en las manos de los anónimos combatientes populares. El Tolima fue entonces el primero en llegar a la absurda Guerra y el último en tratar de consolidar la Paz.
Pero la élite de escritores y poetas de aquel tiempo, esas generaciones exponentes valiosos y relevantes, para hacer de la palabra bella un arma de protesta, un testimonio final para la historia. El sufrimiento por aquel periodo aún sangra en la memoria colombiana, más allá de la expresión de muchos de sus poetas y escritores.
“Si algo sabemos lo escritores, es que los pueblos pueden llegar a cansarse y a enfurecer, como se cansan y enfurecen los hombres y los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por afectarse, por perder poco a poco su vitalidad” y por eso mismo el desgaste obliga a la indispensable renovación. Y, en la poesía, las palabras serpentean a veces fáciles, a veces esquivas, pero van cambiando en el simbolismo de los significados, las formas, su papel esencial, de generación en generación.
En el conjunto de poetas del Tolima, logran, en lo que cubre esta antología, su plena consagración nacional e internacional sólo algunos escogidos. Hasta allí los llevó la crítica más allá de nuestras simpatías o desafectos. Y nuestro deber es resaltarlo.
Así como el único límite de la poesía, su única frontera debe ser la libertad, el antólogo tiene también esa amplitud para sus apreciaciones. “Piedra y cielo” por ejemplo, es una de las generaciones mejor logradas que además habrá de caracterizarse por tener la primicia inocultable de lo poético.
Allí al lado de Carranza, Jorge Rojas, Tomás Vargas Osorio, Carlos Martin, Aurelio Arturo, Gerardo Valencia, Darío Samper, sobresale Arturo Camacho Ramírez, con acento americano, con evidente influjo de Neruda en sus primeras creaciones.
“Piedra y Cielo”, logra con el tiempo una evidente consolidación en la opinión de la crítica y en su lenguaje renovador y propio, el afecto popular de la juventud y en las mujeres, especialmente. Octavio Paz afirmó que este grupo con la ruptura, con los moldes anteriores de la poesía colombiana, conquistó una verdadera “depuración retórica”.
En ese conjunto de enormes voces poéticas, se consolida la de nuestro paisano Camacho Ramírez, ese “gran gastador de café, de vida y de biblioteca, dionisiaco y revolucionario” como bellamente lo definiera Neruda, la inolvidable noche del homenaje a Carranza, en Santiago de Chile en 1946.
En 1935 Ibagué tuvo un movimiento cultural intenso. En el Conservatorio de Música, en la tertulia de café, en periódicos como El Pueblo y El Derecho, aparecen generaciones de intelectuales y artistas que, con los aires frescos de la nueva visión de la universidad y la educación que López Pumarejo puso en práctica en su primer gobierno, crean toda una revolución cultural.
Para esa época y desde su ciudad, Arturo Camacho Ramírez escribe “Espejo de Naufragios”, cuya primera edición mecanográfica conservo por la entrañable amistad del autor con mi padre. Influido como todos los de Piedra y Cielo por “nuestro señor Juan Ramón” y por García Lorca, en sus primeros pasos, pero luego liberado hacia novísimas palabras, giros e imágenes que fueron decantando en sucesivos poemas y libros, se encuentra al verdadero poeta.
Camacho Ramírez, a diferencia de Lozano fue ante todo y por sobre todo un poeta. Y qué poeta del amor y de la mujer, temas que abordó con el lema de la “poesía impura, como un traje, como un cuerpo (…) sin fariseísmos ni adornos banales, con la fuerza desgarradora y descarnada del sexo, la pasión, el instinto, el deseo, por encima del sueño, en un fluir verbal que se desborda (…) como escapando a su control”. En su obra se entremezclan, como lo reconoce Charry Lara “la combinación de lo luminoso y lo sombrío”.
Camacho Ramírez sintió el hálito de la consagración definitiva cuando Neruda en su voz sentenciosa afirmó: “Y, señaló en sus últimas coordenadas del poema “carrera de la vida”, tan delantero y orbital que su gracia nos estimula y su verdad nos derrota: ese poema es un triunfo”.
Pardo García desde su extraño exilio en Méjico, ha logrado trascender los límites de su patria y su universalidad no es sólo el producto de la estancia en plena creación en otra nación sino la superación misma de las escuelas iniciales, de influencias inevitables para ir obteniendo consagración y galardones, bajo la óptica implacable de jueces extranjeros. En Pardo García, con excepción al poema donde hablando de la muerte con “inmensa ternura”, tocó, a la luz de los recuerdos, sin decirlo, el jardín de la infancia, obviamente Ibaguereña, poco de su poesía parece sacarlo del individualismo y de la subjetiva visión del mundo. Rico si en figuras, constelaciones, aciertos, palabras, insólitas creaciones.
En el conjunto de su poesía es imposible determinar la identidad de patria. Esta no aparece, no se sabe si por fuerza de la prolongada ausencia o por los motivos íntimos que la suscitaron. Lejos de la identidad inicial Pardo García se consagra desde Méjico, para las letras universales, aludiendo apenas al llano y a la palmera, como valores de la colombianidad y del Tolima, donde vio su primera luz. Pardo García se mantiene en la primera etapa de su oficio, en la línea de lo tradicional y lo clásico; luego se reconoce a sí mismo en su lenguaje renovado, se sumerge en terreno cósmico, a través de lo que se califica de “audacias expresivas”.
En el Periodo que arranca de sus “Poemas contemporáneos” de donde se cristaliza ya el definido perfil poético de Pardo García y sobre el cual se van adelantando los severos juicios de la crítica. Charry Lara descalifica su poesía sobre la paz universal y las injusticias diciendo que los poemas “se resienten de verbalismo, aliento desvanecido, opacidad sin que asome en ellos el otro lado invisible de los seres y las cosas que aspiramos siempre descubrir en la poesía”.
Andrés Holguín, por el contrario, defiende la Obra de Pardo García y dice que: “este poeta múltiple posee una hondísima sensibilidad. Ha habitado muchos mundos sucesivamente, que él ha expresado fielmente en sus versos. Poesía a la vez de profundo contenido y de perfecta arquitectura. Es un cantor que auténticamente habla con los eternos problemas del hombre (…) nos lega unos cuantos poemas perdurables, de punzante angustia, unas cuantas estrofas donde “fulgura el recóndito misterio poético”.
Su árbol lírico se levantó lejos de sus raíces del solar nativo. Es lo opuesto a Álvaro Mutis donde la persistente lluvia sobre los tejados de Cócora golpea su alma inquieta en la lejanía y desde allí evoca el trapiche, el paisaje, la visión interior tatuada por la tierra. A Mutis lo deslumbró el iluminado paisaje de nuestra Ibagué rural. Por ello, sin haber nacido en el Tolima, lo cantó en sus páginas de prosa poética ilimitable. Hasta el punto fue su amor por el paisaje de su infancia que, en su testamento, en Méjico, determinó que sus cenizas fueran traídas a Ibagué para esparcirlas sobre la inquieta torrentera del río Coello-Cocora. / A.S.B.