Por: Reinaldo Spitaletta*
Los pueblos requieren de augures, de visionarios, de alguien que sea su “mala conciencia”, o, visto de otro modo, de un arúspice que diga que la patria es la infancia o sea capaz de advertir acerca del porvenir, que quizá jamás llegue. Y ese rol, de brujo y alquimista, lo tiene el poeta, cualquier vaina que esto signifique en nuestros tiempos, tan estériles en cuanto a sensibilidades que no obedecen a transacciones bursátiles ni a fondos monetarios y otras deudas externas.
No sé si todavía tenga sentido decir que un país necesita un poeta nacional (o dos o tres, que tampoco es que abunden). Uno de los que así se consideró en otros días, más bien lejanos, fue el medellinense Carlos Castro Saavedra, del que se acaba de cumplir el centenario de su natalicio. Es más, existen dudas de que hoy se lea poesía, que no ha sido tampoco asunto masivo, ni siquiera en los días de Maiakovski o, por qué no, de Neruda, tan relacionado además este último con el autor de poemas como El sol trabaja los domingos o Camino de la patria.
Castro Saavedra era un poeta no solo porque tenía la extraña manía de hablar con el viento, con los pájaros, con las bocanadas de humo de sus cigarrillos —un fumador de todas las horas—, con las nubes (una suerte de nefelibata) pero también con la tierra, sino también porque sabía de los dolores del pueblo, de las persecuciones, de las tristezas de la gente. Escribía en revistas, suplementos literarios, en columnas de periódicos, y publicó más de treinta y cuatro libros.
Un libro juvenil, Fusiles y Luceros, ya mostraba sus sensibilidades en tiempos en que el país naufragaba en la sangre de los de abajo y luego estallaría en mortales explosiones sociales con el magnicidio de Gaitán. “Yo lo vi al lado de los hombres,/ codo a codo, al pie del pueblo./ En los motines, en las fábricas,/ En los ferrocarriles, en las huelgas”, escribió Castro Saavedra sobre el asesinado caudillo. Luego se fue a Chile junto con su esposa Inés (su musa de siempre), donde los acogió Neruda, organizador de veladas poéticas para recoger fondos para los dos exiliados.
A propósito de Fusiles y Luceros, el autor de Canto general dijo: “Pienso que la poesía colombiana despierta de un letargo adorable pero mortal. Este despertar es como un escalofrío y se llama Carlos Castro Saavedra”. Es extraño que un poeta se torne en una figura popular, reconocido entre artesanos, obreros, estudiantes, y así sucedió con el hombre que les cantaba a los derrotados, a los pentagramas y los trenes. “Nos mostró la posibilidad de un camino cuando todos los caminos parecían errados. Él nos dijo la precaria y agobiada verdad del hombre”, dijo de él el escritor Manuel Mejía Vallejo.
En la Medellín de los cuarentas, la “ciudad industrial”, era toda una osadía de una mujer casarse con un poeta, y más si este era un bohemio, como, en efecto, lo era Castro Saavedra. A Inés Agudelo, que estaba “tragada” del que era visto por ciertos sectores sociales como un “vago”, su padre le prohibió el matrimonio. Pero pudo más el amor. Y se casaron a escondidas en la iglesia de Bello, con la complicidad del padre Roberto Jaramillo, un intelectual, botánico, poeta y literato.
Castro fue un crítico del poder, de los politiqueros, a los que les escribió un poema, cuya primera estrofa dice: “Liberales y godos son los mismos,/ y si no que lo diga la manera/ como todos saludan la bandera/ y se codean con los clientelismos”. Un cuestionador de las inequidades sociales y otras injusticias. Su poema Camino de la patria apareció por todas partes, sobre todo en tiempos del miedo (que han sido casi todos los de nuestra historia) y de una colección infinita de desamparos y otros sustos.
Uno de los que más lo popularizó fue Carlos Gaviria Díaz, que lo recitaba en manifestaciones y conferencias. El canto del poeta, su deseo, su alerta y su manera de dar luz con el farol de las palabras irrigó la tierra que alguna vez fue de los despojados, de los desheredados y expulsados por todas las violencias. “Cuando se pueda andar por las aldeas y los pueblos sin ángel de la guarda”, dice el principio de uno de los poemas más cantados y afamados de Colombia.
Castro Saavedra es de los pocos poetas que pudo conseguir un lugar en el mundo con los derechos de autor de una de sus obras (los del Elogio de los oficios). No permitió que sus amigos, encabezados por Mejía Vallejo, realizaran una colecta. “Él dijo que él mismo construía su casa, con su plata, con sus poemas, y así lo hizo”, recordó alguna vez doña Inés. O como dijo Ciro Mendía: “construyó su casa con el sudor de sus versos”. Todavía el país sigue sangrando y no ha recobrado su paloma. No ha llegado la hora de tener patria. Pero tenemos un poeta que nos lo sigue recordando.
*Periodista. Columnista. Escritor.