Por: María Del Mar Barrientos*
Debo confesar que jamás había conocido a un arquitecto en mi vida, hasta que cumplí 32 años. Los planos, el concreto y madera, no eran parte de mi cotidianeidad.
Sí lo era el vivir en una casa típica de los años 60 en el Pedregal, de un solo piso, muy “arquitectónica”, con un hermoso jardín despeinado muy “barraganesco”, pero fue hasta que tuve mi primer contacto con la arquitectura, hace tres años.
No sólo fue un contacto cercano con la arquitectura, sino también con la estética, con la belleza y con una manera más artística y sensible de ver la vida, porque si algo tienen los arquitectos es que son de una cierta manera, así y nada más así. Necios, cuadrados, perfeccionistas y bellos, absolutamente bellos en lo que a estética se refiere.
Escribo esta carta con un corazón lleno de cosas bonitas que le ha dejado la arquitectura, lleno de enseñanzas, de lugares fantásticos, de cuadraturas perfectas, un corazón que late por lo bonito y también por lo más simple de la vida, lo bello.
Leonardo Da Vinci decía que la belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte, así como la arquitectura. La buena y la bella, es sin duda, atemporal. Les deseo a ustedes lectores, que algún día tengan una relación cercana con un arquitecto, para que, de esta forma, aprendan a mirar el mundo con otros ojos, así como yo lo hice.
Y una vez que uno ve el mundo de esta manera, ya no hay vuelta atrás, sólo le gusta ver lo bonito, lo que está en paz y lo que transmite emoción. “Cualquier trabajo de arquitectura que no expresa serenidad es un error”, decía Luis Barragán.
“Menos es más” decía Mies Van der Rohe, quien marcó un antes y un después en la arquitectura y con ello también un concepto de belleza, pero lo cierto es que en general, cada quien quiere sentirse realmente bien en el espacio en el que está. El entorno transforma el estado de ánimo del ser humano, el espacio, las plantas, los muebles, y sobre todo la luz.
Les deseo también que sean arquitectos o no, vivan y respiren la arquitectura, que es el día a día, los paisajes, las construcciones, los espacios, todo lo que vemos y habitamos en el día a día, porque eso nos hace apreciar más las cosas simples y sencillas de la vida.
Esta columna es dedicada a quien me enseñó a ver y a admirar el día a día, las cosas bonitas que tiene la naturaleza, los espacios y la vida misma. Con quien compartí el amor por las icónicas piedras pedregalescas y aquellos jardines de lava provenientes de la erupción del Xitle; aquellas calles empedradas de Coyoacán y esas casas pequeñas en San Ángel de un piso, pequeñas en tamaño y grandes en naturaleza salvaje.
Quien me enseñó a admirar los muebles preciosos y la luz amarilla, tenue, con lámparas de Pedro Ramírez Vázquez que emitían la más hermosa luz que da una paz y una tranquilidad nunca antes vista. Quien admiraba igual que yo los jardines y la luz, las plantas hermosas y las flores del mercado.
Esta columna es dedicada a ti, mi querido arqui, que me enseñó a ver la vida diferente y con los ojos más bellos con los que alguien puede ver el mundo.
*Directora Editorial Revista Caras en Televisa.México. Columnista Invitada