Andy Valmorbida periodista español

Por: Miquel Echarri*

El australiano Andy Valmorbida, según el juez “un estafador en serie” de cuya existencia hay que alertar al mundo, lleva años metido en embrollos legales cada vez mayores a pesar de que su única intención es sepultar sus deslices con la justicia.

Decía el consultor financiero Peter F. Drucker que lo primero que hay que hacer para salir de un hoyo es dejar de cavar. Andy Valmorbida (Melbourne, 1979) pasó por varias escuelas de negocios en Australia y Estados Unidos, pero no debió de acudir a clase el día en que se repasaba el célebre consejo de Drucker. Porque si algo ha venido haciendo Valmorbida en lo últimos cuatro años es cavar con una despreocupación y un denuedo dignos de mejor causa, hasta acabar enterrándose en un agujero económico cuyo perímetro supera ya los 43 millones de dólares y que amenaza con engullir su carrera y su imagen.

Podría decirse que todo empezó con un error de cálculo garrafal o un alarde de candidez incomprensible, según se interprete. El célebre marchante de arte australiano acudió en septiembre de 2021 a un careo en un tribunal de Jersey, una de las islas británicas del Canal de la Mancha, para responder por el impago de varios plazos de una deuda. Una vez allí, reconoció, ante el estupor de la concurrencia, haber cometido una larga ristra de delitos que nadie le imputaba, empezando por el de atribuirse de manera fraudulenta la propiedad de varias obras de Basquiat, George Condo, Francis Bacon o Frank Auerbach que no le pertenecían.

Su línea argumental, por delirante que parezca, consistía en reconocer que no estaba en condiciones de devolver el importe del préstamo que había solicitado al gestor de capital riesgo David Hore porque las muy valiosas piezas de arte que le habían servido de aval en realidad no eran suyas. Cierto, existían unas pruebas de propiedad de las que Hore conservaba copias. Pero eran falsas. También se habían falsificado comprobantes de pagos no realizados.

El juez que mediaba en el careo recordó a Valmorbida que autoincriminarse de esa manera (y por delitos de una gravedad considerable) resultaba “francamente extraño” en un pleito civil, y le sugirió que no volviese a hacer uso de la palabra sin haber consultado previamente su estrategia de defensa con su abogado. Pero Valmorbida no se estaba defendiendo. Estaba huyendo hacia adelante y, en más de un sentido, hacia abajo. Había empuñado el pico y la pala y empezaba a cavar en dirección al infierno.

Riesgos reputacionales. La demanda se acabaría zanjando con un acuerdo extrajudicial entre las partes. Pese a todo, el juez insistió en hacer público un informe detallando los (presuntos) delitos que Valmorbida se había atribuido en sede judicial, porque le consideraba un individuo de moralidad muy cuestionable, un “estafador en serie” de cuya existencia había que alertar al mundo. Hassan Khan, representante legal del vendedor de arte, argumentó que las consideraciones del tribunal eran tendenciosas e improcedentes, que su cliente nunca había sido denunciado por falsedad documental, usurpación o estafa.

Pero ya era demasiado tarde. Por primera vez, el infatigable promotor del arte digital contemporáneo, el hombre que había contribuido a patentar las galerías pop-up, el anfitrión de las fiestas neoyorquinas más exquisitas, el colaborador de Giorgio Armani, el amigo de Paris Hilton y Lindsay Lohan, el marchante de cabecera de Alicia Keys y P. Diddy, veía su nombre asociado a prácticas de legalidad al menos dudosa y que él mismo se había encargado de divulgar.

Hoy sabemos que, para salir de esa primera gran encrucijada, Valmorbida se vio obligado a seguir cavando y meterse, en consecuencia, en un embrollo aún mayor. Esta vez, obtuvo un crédito de 47 millones de dólares de la compañía luxemburguesa Regera Sàrl y dedicó el dinero a saldar su deuda con Hore y a embarcarse en nuevas inversiones. Como aval, ofreció varios prototipos de Ferrari, una vivienda de lujo en el oeste de Londres y, de nuevo, una obra de Jean-Michel Basquiat.

También en este caso, el préstamo ha acabado dando pie a una demanda judicial por impago y a la exigencia de expropiación de los bienes presentados como garantía. Regera Sàrl argumenta, además, que Valmorbida estaría realizando gestiones bajo cuerda para vender algunos de esos bienes. Valmorbida, a su vez, pide tiempo para completar una serie de ventas de obras de arte y automóviles de lujo en el Reino Unido y Bahamas que le permitirían cumplir con sus obligaciones financieras. La demanda, en cualquier caso, amenaza con empujar a la bancarrota al heredero de una gran fortuna y al que viene siendo uno de los profesionales de mayor éxito (aparente) en su campo desde hace 20 años.

Andrew Valmorbida es el heredero de una familia de inmigrantes italianos que acumuló una fortuna de más de 400 millones de euros importando a Australia, según la revista The Age, “café Lavazza, atún y tomates en conserva”. Creció en Melbourne y se trasladó muy joven a Nueva York, donde completó sus estudios universitarios de gestión empresarial y comercio. A finales de la década de 1990, empezó a frecuentar fiestas de mucho tronío y a rodearse de gente rica y famosa. Su agenda de contactos lúdicos le sería muy útil poco después, cuando decidió dedicarse a la venta de arte, tras una corta etapa en el negocio familiar y como agente bursátil en Wall Street.

El arte urbano se va de gira. Su biografía oficial le atribuye hazañas empresariales como haber “redescubierto” al artista urbano Richard Hambleton. A sus 57 años, en 2009, el grafitero canadiense, coetáneo y compinche de Keith Haring, languidecía en Nueva York, víctima de un persistente bloqueo creativo y de los estragos causados en su organismo por décadas de consumo de heroína. Valmorbida lo sacó del baúl, le diseñó una ambiciosa campaña de relanzamiento en compañía de su por entonces socio, el comisario artístico franco-estadounidense Vladimir Restoin-Roitfeld, y se lo llevó de gira por Estados Unidos y Europa.

En su operación de rescate de esta gloria en declive del muralismo neoyorquino, Valmorbida contó con la ayuda del diseñador de moda Giorgio Armani, coleccionista contumaz de la obra de Hambleton. Juntos trabajaron en el audaz concepto de muestra efímera (pop-up), que convirtió las exposiciones itinerantes de la obra del veterano grafitero en acontecimientos singulares, como conciertos de rock, pero con aura de exclusividad exquisita que los hizo atractivos para modelos, intelectuales, millonarios y gente de la farándula.

Hambleton falleció en 2017, tras darse la satisfacción de frecuentar, en sus minutos de propina, hoteles de cinco estrellas y exhibir por todo el planeta versiones en lienzo de sus célebres grafitis de los ochenta, de Shadowman a Marlboro Man. Y Valmorbida, albacea de una parte sustancial de su legado artístico, se convirtió en el marchante de moda, el perejil de todas las salsas y el impulsor de proyectos tan audaces y de tanto impacto como los muy exitosos pop-up dedicados a Retna, Futura o Francis Bacon.

De esta época de máxima notoriedad y auge sostenido, entre 2010 y 2020, datan la gran cantidad de fotos en que Valmorbida aparece codeándose con juerguistas notorios y coleccionistas de arte ilustres, de las hermanas Hilton a Simon Le Bon, Rachel Hunter, Jessica Hart o Mary-Kate Olsen. Después de todo, si los traficantes de armas llevan décadas alternando con la jet set internacional, ¿por qué no iban a hacerlo los marchantes de arte jóvenes, glamurosos y con pedigrí?

En 2022, Valmorbida presentaba River-Labs, su personal contribución al desarrollo del arte digital generativo. Por entonces, la prensa sectorial seguía presentándole como un marchante innovador, especializado en atraer al mundo de las inversiones artísticas a una nueva generación con mucho dinero y muy pocos prejuicios. Él insistía, en paralelo, en la necesidad de promover también, a través de plataformas digitales como la suya, un arte digital de consumo instantáneo y al alcance de todo tipo de bolsillos. Democratizar, en fin, el mismo producto que sus amigos de la noche neoyorquina estaban contribuyendo por otro lado a convertir en suntuario.

Por entonces, el acto de sinceridad mal calibrada (o suicida) en que había incurrido en Jersey estaba empezando a quedar atrás, porque raro es el riesgo reputacional que no caduca a medio plazo si sabes capearlo con elegancia. El problema es más bien que sus intentos de sepultar ese desliz bajo tierra han acabado metiéndole en un hoyo del que le va a costar salir.

*Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico. Columnista Invitado

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