ANTONIO POU

Por Antonio Pou*

“¿Me pone un café con leche, por favor? Que sea largo de leche. Ah, y me la pone desnatada ¿eh? Pero en vaso, no en taza, que si no la desparramo cuando doy vueltas a la cucharilla. Y me pone sacarina, que dicen que el azúcar puede dar diabetes. ¡Huy, se me olvidaba! Que no tenga espuma y, bueno, ya de paso, si me hace un dibujillo al echar la leche, como hacen en Nueva York…” —Marchando uno con leche, con sacarina. Fue ese mismo camarero el que me contó la anécdota. Debió adornarla algo, pero ese tipo de clientes existen. “¡Imagínate, me pide todo eso cuando tengo la barra a tope llena de clientes! No tengo mala memoria, pero al cuarto detalle ya se me había olvidado el tercero, y cuando terminó se me habían olvidado todos. Luego, seguro que irá por ahí diciendo: ¡Qué poco amables son en esa cafetería!”

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La mayor parte de nosotros tenemos dificultades para recordar la lista de la compra y mucho más si lleva comentarios añadidos. En parte se debe a que actualmente la educación no fomenta el uso de la memoria porque el uso extendido de los teléfonos móviles parece haberla hecho innecesaria. En realidad, la memoria a corto plazo tiene muchas más utilidades que la de memorizar la lista de la compra y es un elemento que da soporte a los procesos comprensivos. Cuando nos enfrentamos a algo complejo, ayuda a mantener en memoria temporal conceptos o argumentos mientras estamos analizando o describiendo otros. En todo caso, cualquier camarero agradecerá que el cliente le facilite la labor, simplificando y ordenando lo que pide.

Nuestras capacidades cerebrales son, hoy por hoy, muy superiores a las de cualquier ordenador, por sofisticado que sea; pero depende de qué tarea se trate. Por ejemplo, nuestra memoria a corto plazo recuerda a la memoria RAM de un ordenador, pero, a diferencia de aquel, la nuestra es muy limitada. Eso se refleja en la dificultad de hacer varias cosas al mismo tiempo, o cuando intentamos describir algo complejo. El profesor, mientras imparte la clase, va anotando palabras clave en la pizarra o dibuja esquemas y garabatos. Esas anotaciones tienen una función similar a la de una memoria RAM externa. Alivian la carga de informaciones complementarias provisionales que son necesarias para comprender una idea compleja, y permiten centrarse en el eje de exposiciones que articula la comprensión. Nuestra mente necesita muletas en cuanto la sometemos a una carga intensa.

Yo hago lo mismo cuando estoy pensando en algo y apunto en cualquier trozo de papel (por ejemplo, la parte de atrás de un sobre), palabras, conceptos o esquemas. El verlos luego todos juntos, me permite comprender mejor algo complejo y fijarlo en la memoria. Ese hábito se extiende a cuando hablamos con otra persona, solo que, en vez de papel y lápiz, movemos las manos gesticulando, dibujando en el aire los conceptos (al menos los latinos lo hacemos). Si lo que estamos intentando comunicar requiere posicionamiento espacial, recurrimos frecuentemente a objetos. Así, colocamos una manzana en la mesa mientras decimos: “Mira, si esta es la casa de Andrés, pues la naranja es la plaza y la casa de Pablo estaría aquí…”. El mismo procedimiento nos vale para describir procesos abstractos.

A poco que uno reflexione, llama la atención —o a mí por lo menos, que cuando nos movemos por un bosque, no tengamos que ir con papel y lápiz tomando apuntes de todo. La complejidad de un bosque es enorme, y sin embargo, podemos movernos por él sin pensar en cada una de las hojas y troncos. Además, podemos ir pendientes de identificar la seta que nos interesa recoger, y al mismo tiempo estar atentos al canto del pajarillo que está señalando a sus congéneres nuestra presencia.

Es muy frecuente que las personas que habitan medios urbanos cuando visitan un bosque se aturdan ante tanta información y se sientan inseguros. Al dar clases de doctorado en educación ambiental, más de una vez me ha ocurrido lo siguiente. El aula estaba en un edificio ubicado en un magnífico paraje natural rodeado de bosque y algunas de las clases las impartía directamente en él. Uno de los ejercicios consistía en separar a los alumnos entre sí, entre veinte y cincuenta metros y que durante 15 minutos estuviesen sentados, en silencio, atentos a los sonidos del bosque. Ninguno de ellos estaba a más de doscientos metros de distancia del edificio, aunque los árboles impedían verlo. Cuando nos reuníamos de nuevo, lo primero que referían era la sensación de soledad y desamparo que les producía el bosque (en realidad, un jardín forestal sin peligro alguno). Ese miedo a la ausencia de ruidos tecnológicos y el cuchicheo de los habitantes del bosque les impedía disfrutar del maravilloso lugar y les impedía también fijarse en la riqueza y complejidad de lo que les rodeaba.

Lo anterior es solo una anécdota, pero la comprensión de los temas ambientales y de la sostenibilidad no consiste solo en proporcionar información adecuada. La vida en el medio urbano se ha hecho tan compleja, que nuestros procesos cerebrales se han adaptado a ella, especializándose en ciertas funciones, a costa de descuidar otras. Las que hemos descuidado, porque ya no son tan necesarias en ese medio, son precisamente las que utilizaban nuestros antepasados para sobrevivir y prosperar en la naturaleza y en el mundo rural: ser conscientes y estar con los ojos bien abiertos a la realidad. Ambas cosas se necesitan ahora en la sociedad actual para seguir adelante sin caernos al abismo. Pero no es esa cultura ancestral en sí lo que necesitamos, ni tampoco la información de que disponían, sino la manera cerebral de procesarla.

Con 55% de la población mundial residiendo en ciudades (2018), quizá necesitemos modificar el funcionamiento mental, no ya de la población urbana, sino la de casi toda la humanidad. Necesitamos comprender de otra manera para poder cambiar las actitudes. Necesitamos cambiar nuestro comportamiento, y adecuarnos como especie a las nuevas necesidades que se han ido creando al mismo tiempo que crecíamos sin parar. La educación ambiental, modalidad educativa que surge en medio urbano, no ha comprendido nunca la magnitud de la tarea que pretende abordar, la profundidad de lo que se necesita cambiar y las grandes dificultades que hay que superar. Resolver la situación requerirá generaciones y enfrentarse a grandes retos, mucho mayores que las metas que se propone Naciones Unidas para el 2030.

Son muchas las facetas a considerar y las básicas residen en nuestro cerebro, individual y colectivo. En este artículo traigo a colación dos de ellas que son las funciones de los dos hemisferios en que se divide nuestro cerebro. Hace décadas, en el mundo anglosajón se denominaba a la masa cerebral que está en la parte izquierda del cráneo el hemisferio mayor. No se sabía para qué servía el hemisferio derecho, y todavía en algunos medios se le sigue considerando de menor importancia. Esa creencia se debía a que cuando se producía un traumatismo en el lado derecho de la cabeza, a veces se le cambiaba el carácter a la persona, pero sí el traumatismo afectaba al lado izquierdo, podía perder el habla y la capacidad de comprensión.

Hoy día sabemos que ambos hemisferios son igualmente importantes. Ambos cooperan constantemente entre sí, con funciones diferentes pero complementarias y pueden sustituirse mutuamente, hasta un cierto grado, en caso de traumatismo cerebral. Aunque con cada nueva investigación se descubren nuevas facetas de la complejidad neuronal, se suele hablar todavía del modo de funcionamiento del lado izquierdo como diferente del derecho, aunque ambos se entrelacen y complementen. Yo seguiré aquí con ese convencionalismo.

En términos generales, el hemisferio derecho se ocupa del control del posicionamiento y movimiento de nuestros miembros, mientras que el izquierdo se ocupa de los aspectos de precisión. Por ejemplo, cuando intentamos alcanzar un vaso, el movimiento general del brazo está coordinado por el hemisferio derecho y la precisión de sujetarlo con los dedos le corresponde al izquierdo. El hemisferio derecho es el que nos permite movernos por un bosque con soltura, atendiendo a múltiples aspectos al mismo tiempo, pero cuando tratamos de identificar una planta, es el hemisferio izquierdo el que entra en juego. El hemisferio izquierdo es el analítico, el detalloso, el que mide, el que sabe poner un pensamiento detrás de otro. Claro que, si tuviésemos que recorrer un bosque a base de la función hemisferio izquierdo, mirando, comparando, reflexionando, se nos comería el tigrecito.

La virtud del hemisferio izquierdo se debe a que en él residen las áreas neurales que se ocupan del lenguaje y de su comprensión. Como nuestra garganta solo nos permite pronunciar una sílaba cada vez, el pensamiento tiene que ser procesado secuencialmente, temporalmente, aunque en origen pueda ser una entidad amorfa, instantánea y poco definida (intuición). A veces, el hemisferio derecho también intenta hacerse oír, pero su acceso al centro de procesamiento secuencial es muy imperfecto y la persona tartamudea. Como cantar se procesa a veces en centros diferentes al secuencial, los tartamudos pueden hacerlo sin dificultad.

El mundo del hemisferio izquierdo está muy ligado a la comunicación oral y ésta tiene una serie de reglas que difieren según el idioma que se use. Esas reglas, a veces muy rígidas, funcionan muy bien cuando el que habla y el que escucha usan las mismas palabras y conceptos para referirse a algo que ambos conocen con el mismo grado de precisión. Puede que cuando un habitante del mundo urbano intercambie las mismas palabras con otro del mundo rural, cada uno esté hablando de cosas distintas. El alumno podrá repetir como un papagayo las palabras del profesor, y sacar buenas notas, pero si ambos no han experimentado la misma entidad concreta, el alumno almacenará palabras sin que sepa qué significan. Esa regla tan simple y básica parece ser excesivamente compleja para el sistema educativo, que luego se sorprende de que los alumnos y futuros ciudadanos no recuerden lo que se les enseñó. La enseñanza oral solo puede comunicar lo ya conocido, todo lo nuevo necesita ser experimentado.

En un intento de establecer formas de intercambios precisos, coherentes y repetibles, el mundo de la ciencia ha ido desarrollando a lo largo de siglos protocolos racionales que han sido fundamentales para el desarrollo de la tecnología actual. Son métodos propios del hemisferio izquierdo, y sin ellos, no tendríamos ordenadores. Su rotundo éxito ha hecho que los identifiquemos como la única y decente forma de conocer, y lo denominamos el método científico. Curiosamente, científicos famosos reconocen que sus mejores ideas no fueron fruto de un largo y sesudo proceso racional, sino que, tras dar vueltas a un asunto, con el mejor rigor y disponiendo de la mejor información posible, les vino la idea de repente, terminada. Precisamente les vino cuando su mente racional estaba entretenida haciendo otra cosa, por ejemplo, en el caso de Einstein, cuando tocaba el violín. A otros les ha venido mientras paseaban, conducían o hacían una labor no intelectual. El método científico es un magnífico procedimiento de archivo y comunicación precisa, aunque limitada, pero no lo es para descubrir asuntos sustanciales.

*Profesor Honorario. Universidad Autónoma de Madrid. Columnistas Invitado

TEMA ENLAZADO: DOS FUNCIONES Y UN AMBIENTE (II)

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