Por: Rubén Darío Ceballos Mendoza*
No podemos olvidar que la persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado; es decir, que el individuo prevalece sobre lo colectivo, por ser único, resultado de una combinación genética irrepetible, indicativo que las personas no son ni podrán ser iguales entre sí, siendo evidente que el principio de la supremacía individual se nutre de la dignidad humana, que, a su vez, nace del concepto cristiano del hombre hecho a imagen y semejanza del Creador. No obstante, de un tiempo para acá se ha vuelto lugar común pronunciarse contra lo equitativo, poniendo a esta circunstancia como uno de los más perniciosos males que enfrenta la humanidad, por lo que algunos vemos con horror que ya no se castigue la maldad, sino que se sancione las diferencias entre las personas.
Mucho se repiten las disposiciones criticando lo que separa a ricos y pobres que pareciera que la supuesta iniquidad es verdadera y que la existencia de unas personas más afortunadas que otras es un mal inaceptable; razón por la que no me referiré a la forma en que la ley trata a las personas, sino a los resultados económicos de sus decisiones. Lo que igual puede decirse de las diferencias entre los sexos, con la demente argucia que hombres y mujeres son intercambiables y que millones de años de evolución no cuentan en lo absoluto. De orates.
Gravísima postura que el buenismo moderno esquiva. Si las diferencias ricos / pobres o mujeres / hombres son inicuas, sigue que, quienes detentan el poder político y controlan los organismos capaces de ejercer violencia contra los ciudadanos, deben intervenir decisivamente para remediar la situación. Toda vez que para vivir en relativa paz y armonía ha sido indispensable concederle a alguien el derecho exclusivo de utilizar la violencia para preservar la paz, alguien que incurre en costos para utilizar esa violencia para lo que hay que dotarlo de recursos. Ese alguien es el Estado, cuya existencia permite proscribir la venganza privada. Esa es su razón de ser. Para ello está dotado de inmenso poder: aprueba leyes, determinan impuestos y los cobra, sanciona y mantiene una fuerza pública que posibilite lo cual.
El problema es que no existe violencia o acción estatal capaz de borrar las diferencias que brotan de la naturaleza de la condición humana. Es por eso que la búsqueda de equidad lleva los asuntos a otro nivel; razón por que la antítesis de la tesis igualitaria sea la libertaria. Al concepto que el Estado tiene que usar su poder para eliminar todo lo que nos diferencia, se le opone la idea de la libertad y de la supremacía del individuo y de la persona, principio fundante. Si el Estado intenta igualar a las personas niega la individualidad de estas y que sus derechos son superiores a los de la colectividad. Bajo la tesis libertaria, la persona debe estar protegida del uso arbitrario del poder estatal, circunscribiéndolo a lo indispensable para el mantenimiento de la paz.
Equidad e igualdad requieren de mucho Estado. Uno enorme que todo lo controle y arregle a lo bien como popularmente se dice. La libertad, en cambio, necesita para su preservación que el Estado sea mínimo. Todo esto nos lleva preguntarnos por qué lo igualitario cosecha tanto adeptos y una primera razón es la pereza intelectual de la mayoría de ellos, que no reflexionan sobre sus implicaciones; pero en la mayoría de los casos, hay algo más perverso y macabro, pues nunca son los pobres y desfavorecidos los que lideran esta peculiaridad; por el contrario, son los prósperos y acomodados que no llega a ser ricos o que siendo ricos no han sido forjadores de su fortuna. Las personas contenidas de empuje para superar sus circunstancias nunca profesarán ese derrotero de los mediocres; de ahí que cuando oigamos los cantos de sirena llamando a la igualdad, reconozcamos en ellos a los enemigos de nuestra libertad. rubencaballos56@gmail.com
*Jurista