SAÚL ALFONSO HERRERA HENRÍQUEZ

Por: Saúl Alfonso Herrera Henríquez*

La corrupción, es comportamiento consistente en el soborno, ofrecimiento o promesa a otra persona que ostenta cargos públicos, o a personas privadas, a los efectos de obtener ventajas o beneficios contrarios a la legalidad o que sean de naturaleza defraudatoria; de todas maneras, cualquiera que sea la tonalidad, intensidad o naturaleza, mina la confianza en las instituciones democráticas y socava el Estado de Derecho.

Nos dice la historia que desde siempre los dirigentes políticos de distinta clase y condición han sido acusados y condenados por todo tipo de delitos, desde los más comunes hasta los específicos de los gobernantes, desde el abuso de poder a los más graves crímenes de lesa humanidad. Importa acotar en este punto qué se entiende por criminalidad de los gobernantes. Esta categoría político-penal abarca una amplia gama de comportamientos ilícitos cometidos por personas con autoridad política. Incluyen estos actos de abusos de poder, prevaricación, corrupción como el soborno o el desvío de fondos públicos para beneficio personal, represión de disidentes políticos, desórdenes públicos, torturas, violaciones de derechos humanos, subversión institucional, uso indebido de las Fuerzas Armadas o de Seguridad del Estado, traición o, incluso, terrorismo.

De todos ellos, el más extendido es la corrupción. La Biblia en el Deuteronomio, sanciona la corrupción de forma inequívoca: «no torcerás el derecho, no harás acepción de personas, no aceptarás soborno, porque el soborno cierra los ojos de los sabios y corrompe las palabras de los justos». (Dt, 16, 19). En el gobierno romano la corrupción estuvo muy extendida y los políticos se enriquecían frecuentemente mediante la extorsión, el soborno y el desvío de fondos públicos.

Los casos Watergate en EEUU, Petrobras en Brasil, los Papeles de Panamá y otros muchos, hacen de América un continente asolado por la corrupción. Europa no se queda atrás. Cecilia Malmstroem, señaló hace años en la presentación de un informe que la extensión de la corrupción en Europa es impresionante. Una encuesta de la Comisión Europea en los 28 estados miembros reveló que el 76% de los europeos opinaban que «la corrupción era una práctica generalizada». Esta constante histórica llega hasta nuestros días, tanto en sociedades desarrolladas como en vías de desarrollo y plantea cuestiones sobre la naturaleza del poder y la responsabilidad de aquellos que lo detentan.

La corrupción no es solo en el lucro personal del gobernante gracias al ejercicio de su cargo. Es la llamada corrupción negra de Heidenheimer, quien clasifica a la corrupción espectralmente como blancas, grises y negras, según su mayor grado de quebranto moral. La blanca, relacionada con la política clientelar de los partidos en el poder, que buscan entre otros objetivos, su reelección y, además, terminan conduciendo a otras corrupciones de tonalidades más oscuras, como son el amaño más o menos explícito en la selección de personal, adjudicación de concesiones, contratos de obra o suministro, así como otras prácticas poco honorables. La negra, aparte del lucro o beneficio particular del gobernante, la compra-venta de decisiones y voluntades políticas, cuya relación con el interés general es nula o inexistente, Esto es, la corrupción jurídica o torcimiento del derecho en beneficio propio o de persona, que a su vez, le proporciona al gobernante un beneficio real político o económico. Algunos piensan que la concesión de una amnistía o impunidad a un prófugo de la justicia a cambio de los votos de su partido en una investidura forma parte de esa corrupción jurídico-política de la más negra de entre las posibles.

Bueno es iterar que la corrupción, cualquiera que sea su tonalidad, intensidad o naturaleza, mina la confianza en las instituciones democráticas y socava el Estado de Derecho, debilitando la legitimidad del gobierno y erosionando el bienestar del conjunto social. A diferencia de un Estado autocrático, en una sociedad democrática la lucha contra la criminalidad de sus gobernantes debe ser una prioridad. Sin embargo, cuando se derogan delitos como la sedición, se rebajan las penas de la malversación, se indultan o amnistían a sediciosos y malversadores y, en general, cuando se retuerce el derecho para facilitar objetivos políticos particulares, nombrando entre otros, Magistrados, Fiscales y otros por su relación partidista, se le hace un flaco favor a la sociedad y a la democracia. De ahí que importe como ciudadanos percatarnos que, como electores, somos responsables del nivel de moralidad pública imperante en cada país y que sino luchamos a brazo partido contra la corrupción y las consecuencia que genera, jamás ni nunca se podrán construir sociedades más justas, equitativas y democráticas para las generaciones por venir. saulherrera.h@gmail.com

*Abogado. Especializado en Gestión Pública. Derecho Administrativo y Contractual. Magister en Derecho Público. Columnista

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