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Por: María Rodríguez Velasco*

Educar la mirada supone una invitación a descubrir la realidad en su totalidad, en los factores que la constituyen. Por eso cada obra de arte, aunque apreciemos caracteres comunes, es única. En un mundo dominado por las imágenes, donde se busca la inmediatez y la rápida sucesión de estímulos visuales, estamos perdiendo la capacidad de contemplar, que no es lo mismo que ver. Sin duda, el sentido de la vista despierta nuestra admiración por un atardecer o por la monumentalidad de una arquitectura, pero el corazón del hombre está hecho para el infinito, por lo que inmediatamente buscaremos que la realidad nos siga sorprendiendo a partir de la belleza. Y nuestro asombro será mayor cuando seamos capaces de pararnos y contemplar desde un silencio capaz de despertar continuas preguntas. Esta dinámica es fácil advertirla ante las manifestaciones artísticas, porque ¿quién no sea ha conmovido ante una bella melodía, ante la estética de la luz coloreada de las vidrieras góticas o ante el brillo de los mosaicos? Y ¿quién no desea conocer más a partir de este impacto inicial? Si llegamos a este punto es que percibimos que la obra de arte es signo de distintas épocas y culturas, en definitiva, de las preguntas e inquietudes últimas de hombre.

Educar la mirada supone una invitación a descubrir la realidad en su totalidad, en los factores que la constituyen. Por eso cada obra de arte, aunque apreciemos caracteres comunes, es única, porque nos habla del hombre que la realiza y del que la recibe y estos participan de una historia concreta.

En este sentido, Erwin Panoksky, que revolucionó los estudios de la Historia del Arte con su reclamo al método iconográfico, ya apuntó en 1939 que «en los estudios de la obra de arte, la forma no puede separarse del contenido». Y éste no debe desligarse del marco espacio-temporal que genera la obra, ya que no parece adecuado leer, por ejemplo, una arquitectura medieval o una pintura del siglo de Oro con los parámetros del hombre del siglo XXI porque en ese caso puede desvirtuarse la función y la finalidad con que fueron creadas, podemos caer en subjetivismos alejados de la realidad histórica a la que pertenecen. Por otra parte, necesitamos conocer el pasado para comprender el presente.

Este conocimiento nos llega cuando la obra de arte nos abre a un estudio interdisciplinar donde la filosofía, la geografía, la literatura, la historia o la teología van de la mano y convergen en las distintas creaciones plásticas, musicales y arquitectónicas. Cabe recordar en este punto la intrínseca unión entre la Historia y el Arte de la mano de Leon Battista Alberti, quien señala en De Pictura (1436): «Puedo muy bien quedarme contemplando un cuadro (…) con el mismo placer que sentiría leyendo una buena narración histórica, pues ambos –pintor e historiador- son pintores; uno pinta con la palabra, el otro con el pincel».

Acompañémonos ahora de uno de los grandes genios de la pintura española, Velázquez, situándonos frente a una de sus obras maestras: La rendición de Breda. En un primer momento advertimos sus proporciones, la humanidad de las figuras, la riqueza cromática, la captación atmosférica o la individualización de los rostros. Pero estos caracteres se enriquecen en la medida que nos preguntamos: «¿para donde fue realizada?», «¿quién fue su comitente?», «¿qué acontecimiento recoge?», «¿hay alguna intención tras su planteamiento?». Y al responder a estos interrogantes podemos imaginar el lienzo en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, formando parte de un programa iconográfico mayor, en el que se exaltaban las victorias del ejército español en el contexto de la Guerra de los Treinta Años. Y asoman Felipe IV y el Conde Duque de Olivares como comitentes e identificamos al gobernante holandés Justino de Nassau y al general genovés Ambrosio de Espínola al frente de las tropas españolas ese 5 de junio de 1625. Y poco a poco la pintura, desde una maestría técnica incuestionable, se convierte en documento histórico donde Velázquez renueva la iconografía de la victoria inspirándose en El sitio de Breda, de Calderón de la Barca, cuyos versos advierten que «no hay mayor honor para el vencedor que honrar al vencido». Y esto lo comprendemos mejor si observamos las pinturas de batallas que se exponen en la misma sala que el lienzo velazqueño. Este diálogo con la pintura no se da igual si la contemplamos a partir de una reproducción o un rápido pantallazo, pues la experiencia de vivir la obra de arte permite una percepción totalizante.

Un continuo aprendizaje que va renovando la mirada para alcanzar el significado último de la pintura, que muchas veces excede nuestra medida. De ahí la importancia de ser introducidos y acompañados en la contemplación por quien, previamente, a partir de la inquietud por el saber y la búsqueda de la verdad ha estudiado en su forma y en su fondo la obra de arte desde una visión interdisciplinar y humanística.

Las nuevas tecnologías son instrumentos para esta formación, pero no pueden sustituir la conmoción del hombre ante la belleza, ni la educación de la mirada, ni anular las preguntas intrínsecas a la naturaleza humana. Solo así puede afirmar Etsuro Sotoo, escultor de la Sagrada Familia (Barcelona): «el templo es quien nos construye a nosotros, no solo somos nosotros los que construimos el templo». El estudio de la Historia del Arte nos construye en la medida que nos ayuda a conocer al hombre mediante la belleza como resplandor de la verdad.

*Doctora en Historia del Arte. Universidad San Pablo CEU. Investigadora. Columnista

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