Por: Petrit Baquero*
Un historiador y músico hace una semblanza de la vida y obra del acordeonero que murió en días pasados defendiendo la tradición musical del Caribe colombiano. Egidio Cuadrado, rey vallenato y premio Grammy Latino, murió el pasado 21 de octubre, a los 71 años de edad, por numerosas dificultades respiratorias que sufrió durante dos años a causa del covid 19.
Por eso sigo tocando son, paseo, merengue y puya / como soy buen provinciano / la toco con sabrosura. (Egidio Cuadrado, “La Puya Puya”). Egidio Rafael Cuadrado Hinojosa estaba destinado a ser un excelente acordeonero, de los muchos que en las sábanas del Cesar, Magdalena y La Guajira acompañan a cantantes que, con su voz potente, aguda y sentida, amenizan en los atardeceres y las noches las parrandas de muchas personas en distintos lugares del país con sus alegrías, tristezas, ilusiones y hasta decepciones. Desde pequeño, él y sus hermanos demostraron que tenían las condiciones para destacarse en una tierra de cantores, donde se habla como cantando y pululan los poetas populares, acordeoneros, percusionistas, guitarristas y bajistas para hacer de esa vieja música folclórica de trovadores una expresión popular que llena estadios, suena en las emisoras comerciales e identifica a Colombia en muchos lugares del mundo.
Muy joven, Egidio obtuvo reconocimiento como un importante ejecutante del acordeón, ganando el “Festival de la Leyenda Vallenata” en 1973, como mejor acordeonero en la categoría aficionada; grabando algunos LP con distintos cantantes, como Julito Morillo, y obteniendo, luego de ser segundo dos veces, la corona de rey profesional del “Festival de la Leyenda Vallenata” en 1985, tiempos en que todavía ese premio representaba un trampolín para el que participara, pues allí se encontraban los intérpretes de más renombre de lo que, por razones culturales, pero también comerciales y políticas, se denominó vallenato.
Pero, además, estaba muy bien relacionado, pues su hermana Dina Luz (la golondrina, para quienes saben) se casó con Rafael Escalona, si no el mejor, sí el más reconocido compositor de la música vallenata del país, con obras que se encuentran en la memoria colectiva de gran parte de los colombianos, como “La casa en el aire”, “El testamento” y “Jaime Molina”. Por eso, Egidio, que se había trasladado a vivir en Bogotá, se convirtió en un habitual invitado a amenizar las veladas vallenatas que un sector de la élite cachaca disfrutaba alrededor de Escalona, quien siempre se sintió feliz en esos espacios de poder. Y Egidio tocaba, se reía y hablaba permanentemente, sin dejar de ser ese campesino humilde y dicharachero que nació en Villanueva (Guajira) el 26 de febrero de 1953, porque a él los abolengos poco le importaban y, por ende, tampoco acomplejaban.
En esas andaba Egidio bacaneado, tocando y cantando, porque realmente cantaba bien, con una voz aguda y vallenatera (me acuerdo de cuando cantaba “Óyeme plateña este paseo que yo te canto…”) que calaba en quienes quisieran gozarse una buena parranda, pero las cosas le cambiaron cuando se cruzó con un joven galán de telenovelas (que en esos tiempos protagonizaba la muy exitosa “Gallito Ramírez”) que quería cantar rock con onda argentina y, por presión de la industria musical, después grabaría baladas con moderado éxito. Con ese joven, que interpretaba el vallenato con cierto dejo “acachacado”, pues no tenía esa voz aguda y brillante de gente como Diomedes, Rafael Orozco o Alfredo Gutiérrez (pegando fuertemente en las fiestas interioranas de cierto sector social), se reunió alguna vez para amenizar casualmente una fiesta de las que hacía de vez en cuando la gente de la televisión —que era, y seguramente sigue siendo, buenísima para rumbear—, quedando en el ambiente algo que daría después muy buenos frutos.
Total, pasaron varios años para que a ese joven samario llamado Carlos Vives, también se le cambiara el caminao, pues lo llamaron a protagonizar la serie de televisión Escalona que, con argumentos de Daniel Samper Pizano y libretos de Bernardo Romero Pereiro, presentó una versión fantasiosa, aunque muy chévere, de la vida de Rafael Escalona y sus canciones. En esta serie, Vives hizo el papel de Escalona y Egidio fue llamado a representarse a sí mismo, como el acordeonero que acompañaba al cantautor (pues Escalona era cantautor en la serie, no en la vida real) en todas sus correrías por la región del Cacique Upar y más allá. Y como la serie presentaba muchas canciones cantadas por Vives y tocadas por Egidio, que además fueron parte de dos discos muy exitosos (Escalona: un canto a la vida y Escalona: Volumen 2, ambos producidos por Josefina Severino), la mesa estuvo servida para que siguieran haciendo música, aunque dándole un vuelco a lo que querían presentar, metiéndole otro sonido, si se quiere, “popero”; unos cuantos instrumentos más y, sobre todo, una actitud diferente que, en gran medida, revolucionaría a la música que se hacía en Colombia.
Carlos Vives, quien tuvo el mérito de juntar un equipo variopinto de músicos para hacer una propuesta de gran calidad, armó un combo que mezcló lo tradicional de Egidio Cuadrado, su hermano Heberth, Eder Polo, Gilbert Martínez y Alfredo Rosado, junto con lo “moderno” y “rockero” de Ernesto “Teto” Ocampo, Carlos Iván Medina, Pablo Bernal, Amparo Sandino y, en medio de ambos, Luis Ángel “el Papa” Pastor, un bajista y paisano villanuevero que venía del Binomio de Oro curtiéndose con capos como José Vásquez y Rangel “el Maño” Torres, pero que también había estudiado contrabajo en el Conservatorio de la Universidad Nacional. Con ellos, Vives empezó a mirar el inmenso caudal de música caribeña colombiana que tenían compositores como Escalona, Emiliano Zuleta, Leandro Díaz, Juancho Polo Valencia, Chema Gómez, Alejandro Durán, Sergio Moya, Armando Zabaleta, Luis Enrique Martínez, Calixto Ochoa, Carlos Huertas y Adolfo Pacheco, entre otros, y lanzó el álbum Clásicos de la Provincia, de 1993, que fue un golazo artístico y comercial, al punto de generar, por un lado, un sinfín de imitadores que creyó que metiendo una guitarra eléctrica y una batería a temas viejos ya hacía “innovación” en la música, pero, al tiempo, inspirar a otros que quisieron investigar a profundidad las músicas colombianas y darles un lenguaje contemporáneo.
Pero el proyecto de Vives iba más allá, y, a pesar de que su disco era “de estudio” (mérito, por cierto, de los productores Bernardo Ossa y Eduardo de Narváez) y no de una banda orgánica, fue con el álbum La Tierra del Olvido, de 1995, que pudo presentar una agrupación constituida que sumó la presencia de pilares importantísimos como Iván Benavides, Mayte Montero y el productor Richard Blair, lo cual le permitió a Egidio Cuadrado, que no era el capitán del equipo, pero sí un elemento muy importante que estaba listo para aportar cuando se necesitara, explayarse libremente con su acordeón, pues, además, el trabajo se grabó “en bloque” y el taller de ensayo y error que se inventaron salió muy bien. En este álbum, además, hubo algunas canciones nuevas que se mezclaron con las clásicas que también se nutrieron de otros ritmos como la cumbia, la champeta y el porro de banda, con lo cual Egidio siguió demostrando sabrosura, calidad y versatilidad.
Esto convirtió a Cuadrado en una figura reconocida, pues si bien la principal figura de la agrupación era, por supuesto, Carlos Vives, nunca podía faltar la estampa criolla, sonriente, con sombrero vueltiao y ojos zarcos de su acordeonero, como un sello de calidad, camaradería, compadrazgo y expresión raizal que, por lo menos por un buen tiempo, le dio un toque de cheveridad a ese grupo que dejó numerosas canciones que todavía suenan y se bailan. Y es que, como bien lo decía él mismo, Cuadrado era un orgulloso artista que, a pesar de tocar en los más grandes escenarios del mundo, jamás dejó de ser ese provinciano criollo y orgulloso de su lugar de origen, cultura y folclor.
Posteriormente, siguieron otros álbumes, algunos exitosos y otros no tanto (al menos, de lo que se espera en Carlos Vives), como Tengo fe, de 1997, El amor de mi tierra, de 1999, Déjame entrar, de 2001 (estos dos últimos buenísimos, aunque ya mirando al sonido “Miami” que imitarían hasta la saciedad los intérpretes del denominado “tropipop”), y El Rock de mi Pueblo, de 2004 (una propuesta innovadora que no salió del todo bien); otros de transición como Clásicos de la Provincia 2, de 2009 (que vendió mucho por su alianza con un supermercado, pero tuvo poco impacto en la gente), y unos más en los que el interés por la innovación se dejó atrás apelando a un sonido que no sorprendiera, pero pusiera de nuevo, y luego mantuviera (tal vez por eso mismo), a Vives en los primeros lugares de popularidad (que, por algunos años, había vivido en el limbo de la industria musical comercial). Carlos Vives y Egidio Cuadrado se conocieron en una parranda vallenata en Bogotá en 1985, el mismo año en que el acordeonero fue nombrado como Rey Vallenato.
En esa nueva etapa, en los últimos años, la presencia de Cuadrado en las grabaciones de Carlos Vives fue, más bien, tímida, pues este último optó por presentar baladas con beat de reggaetón (y es que se podría decir que Vives por fin tuvo éxito comercial cantando baladas, pues, de pronto, eso era lo que realmente había querido siempre), varias colaboraciones con jóvenes cantantes de moda y un acordeón de fondo, pero bien al fondo, a diferencia de lo que pasaba en sus primeros trabajos en los que, a pesar de la presencia de brillantes músicos de otras tendencias y orígenes, el sonido de Egidio era siempre relevante.
Pero entre todo esto, vale mencionar el reciente álbum Escalona nunca se había grabado así, de 2023, que, haciéndole un homenaje a Rafael Escalona, celebró los 30 años de la banda “Carlos Vives y La Provincia” y obtuvo el premio Grammy Latino en la categoría “cumbia/vallenato”. En este disco, que se vendió tímidamente en formato físico y poco sonó en las emisoras (aunque lo pude encontrar en una discotienda, de las poquitas que afortunadamente quedan), el acordeón de Egidio es protagónico y el sonido de la banda vuelve a rendir tributo al vallenato que grabó 30 años atrás, recordando aquellos tiempos en los que el público todavía quería dejarse sorprender y, si bien ese sonido ya no sorprende, al menos reconforta.
En todo esto, hay que mencionar que Egidio Cuadrado no fue un innovador en la ejecución del acordeón, pues su sonido era tradicional al hacer parte de una generación de músicos que ya formaba parte del “vallenato moderno”, pero que se inclinaba más hacia lo “clásico”, a diferencia de otros que hacían —y deshacían— con su instrumento obras maravillosas como Israel Romero, Juancho Rois y, antes de ellos, el gran Alfredo Gutiérrez. Por eso, si bien reconozco lo bueno que fue, Egidio tampoco fue mi acordeonero preferido, pues siempre me decantaré por Juancho Rois, Alfredo Gutiérrez, “el Pollo Irra” (estos sí, y los vuelvo a nombrar, verdaderos innovadores), Álvaro López y Dagoberto “el Negrito” Osorio, pero nadie le quita lo tocado, cantado, grabado y parrandeado.
A pesar de esto, Egidio tuvo la capacidad y calidad de poder pasar fácilmente de tocar en una parranda tradicional a acompañar a Carlos Vives en una cumbia, un “rock”, una balada o una champeta rockeada, pues su papel en “La Provincia” fue precisamente ese: darle el toque tradicional y criollo a una agrupación en la que otros se encargaban de los elementos “modernos” y “globales” (con todo y las complejidades que se pueden generar al afirmar eso), lográndolo con creces , así haya dicho también en tono jocoso que “se volvió rockero”.
Todo esto deja ver que la vida de Egidio Cuadrado queda presente en la memoria colectiva del país al marcar la parada (porque él sí quiso hacer parada) de mucha de la música hecha en Colombia durante un buen tiempo.
Su legado se encuentra en la inmensa cantidad de éxitos impresos en los discos de Carlos Vives, las parrandas que amenizó durante varios años, las canciones que compuso, que no fueron muchas, pero sí con sentimiento, y su forma de ser jocosa, espontánea y dicharachera, que contrastaba con la aparente timidez y parquedad, aunque con sonrisa grata, que mostraba en la tarima. De hecho, alguna vez, por una vecina villanuevera, lo conocí y me sorprendí por su elocuencia y carisma, quedando pendiente el pegarnos una cantadita juntos (yo le dije y él cordialmente me respondió “claaaaro, compadrito”), aunque eso nunca pasó.
Egidio Cuadrado quien murió el 21 de octubre de 2024, a los 71 años, luego de haber padecido numerosas dificultades respiratorias durante un par de años, pues el covid-19 le dejó fuertes secuelas a su salud, recorrió un camino que lo hizo estar en el lugar correcto en el momento preciso. Pero su nombre es relevante para la música colombiana por mucho más que eso, pues acompañó varios momentos de la vida colectiva a golpe de folklore, talento y buena onda. Y, si bien unos cuantos nos alejamos en los últimos años de la propuesta de Carlos Vives, quien se fue por lares, a mi modo de ver, diferentes y menos chéveres de los que planteó en un comienzo, no se puede negar su aporte significativo a la música en Colombia, de la cual Egidio fue un baluarte fundamental, además, con gozo y bacanería, pues, como dice una de las canciones que compuso y grabó con su compadre: Canto y toco el acordeón,/ que es la única herencia mía,/ quiero mucho este folclor,/ que es parte de mi alegría…
Y vaya que nos dio alegría, por lo que bien vale rendir tributo, por los caminos recorridos, las experiencias vividas y los sueños compartidos, a Egidio Cuadrado, el verdadero provinciano de “La Provincia”, el ser auténtico, chévere y buena onda; el acordeonero de sonrisa franca, ojos zarcos, abarcas y sombrero vueltiao; el que nunca dejó de ser quien fue desde el comienzo, el artista de esa hermosa tierra de cantores y, sobre todo, el hombre que siempre llevó con orgullo y profundo sentimiento su provincia al resto del mundo.
*Historiador. Politólogo. Músico, Melómano. Autor de los libros El ABC de la Mafia. Radiografía del Cartel de Medellín (Planeta, 2012) y La Nueva Guerra Verde (Planeta, 2017).