Felipe Ortiz Cassiani

Por: Javier Felipe Ortiz Cassiani*

Colombia nació en los ríos. Luego se bañó en ellos. Todo fluyó en sus aguas o por la gracia de sus aguas. En el Bajo Magdalena, la gente se hizo protagonista de una cultura anfibia que se movía en el universo líquido con la misma habilidad con la que lo hacía sobre la tierra. Se volvieron río. Algunos quisieron ir más lejos. Espoleados por una melancolía de criatura antigua, no se conformaron con zambullirse a diario con la gracia de los sábalos desde las barrancas de tierra que dejaba el río Magdalena a su paso, ni con la fama de pescadores expertos a los que se les abría mejor que a nadie la atarraya en las faenas de pesca. Querían vivir como animales de río, ver con ojos de animal de río, oler con el olfato de animal de río, escuchar los sonidos que solo podían oír los animales de río, saborear la vida con el gusto de los animales de río… sentir como animales de río.

Saúl Montenegro fue uno de esos hombres. Era fruto del zambaje que resumía la comunión histórica entre negros e indígenas facilitada por las aguas del Magdalena. Su nacimiento, una lluviosa madrugada de mayo, estuvo marcada por una especie de guardia reptiliana conformada por docenas de caimanes que salieron a tomar el sol en su honor sobre las piedras de la ribera una vez que el cielo dejó de desparramarse. Saúl Montenegro creció y se convirtió en caimán y se fue para Barranquilla.

A Saúl lo escogió el río, porque todo lo escogía o le definía el río. Nació en la población de Plato, en la margen oriental del Bajo Magdalena, con la conciencia de que el río lo era todo y traía y daba todo. Por allí llegaban las telas y los vestidos de paño, lino, muselina, seda y algodón, las servilletas, las camisas de domingo y de labranza, los machetes, el hacha y el barretón para cultivar monte adentro. Llegaba todo. Los pañuelos, las polleras y las velas que se usaban para bailar en la rueda del fandango; el ñeque de alambiques caseros y otros licores más finos que bajaban por los circuitos del contrabando que se estableció desde La Guajira, Santa Marta y Cartagena, y hasta el queso y el pan que se comía Saúl y el ron que se tomaba, como lo recuerda la canción de José María Peñaranda, que lo inmortalizó en escenarios como el Carnaval de Barranquilla, que acaba de terminar.

Todo esto que les acabo de mencionar está incluido en un libro maravilloso: El hombre que se convirtió en caimán: la leyenda de Saúl Montenegro, del barranquillero Gazel Zayad, ilustrado por el artista Eliécer Salazar y editado por Artimaña Editorial; una propuesta nueva comprometida con nuevos temas y nuevas voces que tiene el ánimo de recoger y recrear ese mundo de manera creativa y servirlo para todos los públicos con elegancia en hojas de bijao.

Fotografía tomada del Instagram de Editorial Artimaña

Sabemos que, a la retórica nacional, herencia de tiempos remotos, le gusta repetir hasta la saciedad que el Magdalena es el río de la patria. Discurso de alcalde o de inspector de policía en una mañana cívica soleada, dirán algunos, sin duda, pero a mí el río Magdalena me vuelve indulgente con esos lances patrioteros: uno no puede mirar su irrupción en el mar Caribe, en Bocas de Ceniza, sin pensar en que ese río condensa la dimensión de la nación y resume la gracia de todo lo que le da sentido a la vida de los habitantes de sus riberas

*Columnista Invitado. Historiador. Magister y Doctor en Historia. Escritor. Docente Universitario. Columnista. Tomado de Diario El Espectador

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