Mario de las Heras - comunicador

Por: Mario de la Heras*

¿Quién tiene tiempo para sentarse a leer durante largo rato, y periódicamente, diariamente si cabe, incluso habiéndolo hecho en el pasado, una gran obra clásica y extensa de la literatura?
Dijo Mario Vargas Llosa que los alumnos de hoy «… acostumbrados a picotear información en sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta la facultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura».

Los alumnos y no solo los alumnos. ¿Quién tiene tiempo para sentarse a leer durante largo rato, y periódicamente, diariamente si cabe, incluso habiéndolo hecho en el pasado, una gran obra clásica y extensa de la literatura? Puede hacerse otra pregunta a este respecto: ¿Quién puede abandonar (siempre hay quien puede, por supuesto, pero podría decirse que no una mayoría) la esclavitud gozosa, la droga fácil y aparentemente inocua, pero letal en el abuso, del teléfono móvil en cuanto dispone de tiempo libre para disfrutar lenta y gozosamente, como dice Vargas Llosa, de, por ejemplo, El Quijote de Cervantes, La Montaña Mágica de Thomas Mann, el Ulises de James Joyce o los Episodios Nacionales de Galdós?

Estas son algunas (además de las que se acaban de decir) de esas grandes (en calidad y en extensión) obras clásicas que corren peligro de ser completamente desconocidas en el mundo actual y futuro como una enorme pérdida irreparable para la humanidad.

La Regenta (1884), de Leopoldo Alas «Clarín». Quizá la mejor novela española de siempre, con permiso de Cervantes, también está amenazada de muerte, si no está ya agonizando por ahí entre las librerías y los colegios. Antaño no solo no agonizaba, sino que se celebraba en el retrato magistral e inacabable del alma humana. Como se suele decir de las grandes obras, en ella está todo, por dentro y por fuera. El interior y el exterior, las pasiones y la sociedad, la esencia española y la vanguardia, la valentía de sacar a la luz los prejuicios, el escándalo en Vetusta, el nombre imaginario y lacerante de la ciudad con la que Clarín dispara sin piedad y con cuyas balas construye una catedral literaria que, como todas las catedrales del mundo, es fundamental mostrar y restaurar para que duren siempre, para que nunca desaparezcan.

Los Hermanos Karamazov (1880) de Fiodor Dostoievski. Dostoievski también se quedó por el camino, pues no llegó a ver su publicación. Un reto que vale la pena afrontar y que parece que uno lee pero, sin embargo, le leen como si una fuerza ajena, desde fuera, le guiara y le sujetara a lo largo de los bordes de un precipicio insondable para empujarle hasta el triunfo final.

Guerra y Paz (1865) de León Tolstoi. Tolstoi empezó a escribir este libro durante la convalecencia que le produjo una caída del caballo. Se puso a contar su propia vida, lo que conocía, con intenciones de no volver a hacer otra cosa: «Hasta ahora he escrito sobre príncipes, condes, ministros, senadores y sus hijos y me temo que en lo sucesivo no va a haber otros personajes en mis historias…», escribió al principio de su prefacio. Aquí están los nobles y sus batallas. Napoleón y Kutúzov. Batallas, guerras, traiciones y enamoramientos. Un libro universal reflejo vívido de la condición humana y de un momento concreto, casi doméstico si no fuera por su grandeza.

Los miserables (1862) de Victor Hugo. Otra historia decimonónica y monumental que cuenta la vida y la sociedad francesa a través de la peripecia de Jean Valjean, siempre perseguido por el cruel y obsesivo Javert, mil veces representada en películas y obras de teatro para el conocimiento general del gran público, lo que no es óbice, todo lo contrario, para sentarse cómodamente y abordar sus páginas escritas y descubrir los rincones preciosos que se esconden en ellas.

Del tiempo y el río (1935) de Thomas Wolfe. William Faulkner dijo que Thomas Wolfe era el mejor novelista de su generación, y que el segundo mejor era él. Wolfe murió pronto, así que Faulkner se quedó peleando con Hemingway, su antítesis. Del tiempo y el río es efectivamente tiempo, que es de lo que se habla. Y también es efectivamente río porque fluye como tal. Un río inmenso, casi inabarcable, pero hermoso y escaparate de la genialidad, del torrente de palabras, de ideas y de vida del escritor estadounidense. Dicen que cuando Wolfe llegó con su manuscrito original al editor Maxwell Perkins (también editor de Faulkner y de Hemingway y de Scott Fitzgerald), dejó sobre la mesa un bloque de 5.000 páginas que hubo que cortar, pulir y reescribir en un histórico trabajo editorial, por el mero trabajo y por la comprensión y la paciencia de Perkins (Wolfe se negaba por defecto a permitir el corte radical de su obra que finalmente se hizo) que dieron como fruto Del tiempo y el río, la increíble historia de iniciación y formación del propio Wolfe (Eugene Gant), pletórica de belleza y de los sentimientos humanos más comunes, aquí elevados y trascendentales.

*Comunicador Social Periodista. Redactor de Cultura. Columnista

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