Por: Hernando Pacific Gnecco*
Cada 23 de abril se conmemora la muerte de tres grandes literatos, fallecidos todos en 1616: William Shakespeare, Miguel de Cervantes Saavedra y Garcilaso de la Vega; por semejante coincidencia la Unesco declaró ese día como el del Libro. No hay libros sin lectores, ni bibliotecas sin libros. Para un verdadero lector, el acto de leer equivale a respirar: un libro, una revista, un diario.
Es automático; el lector ávido devora cuanto texto cae en sus manos e ilumina su mente a través de sus ojos. Naturalmente, también existe “el derecho a no leer”, como lo expresó Daniel Pennac. Pero, “un buen libro se abre con expectación y se cierra con provecho”, manifiesta Amos Bronson Alcott.
La Unesco define como libro a toda publicación impresa no periódica que consta al menos de 49 páginas. Con la aparición de otros medios de preservación de la información distintos a la memoria humana, se amplía esta definición del mundo escrito. La historia occidental y la oriental se nutren de reseñas distintas; los caldeos escribían en tabillas de arcilla, en Egipto el papiro guardó las memorias, con Cai Lun en China nació el papel que fue adoptado en Persia, mientras que allá mismo, en Catay, Bi Sheng desarrolló una imprenta con tipos móviles en arcilla cuyos caracteres tallados se imprimían en papel de arroz. Se cree que el libro impreso más antiguo es “El Sūtra del diamante chino”, fechado exactamente el 11 de mayo de 868, el cual enseña la práctica del desapego o la abstención del apego mental y de la no-permanencia, temas de la filosofía budista.
Todo esto sucedía en el Lejano Oriente mucho antes de que Gutenberg imprimiera la primera Biblia en 1440. En aquellos tiempos, unos y otros se habían olvidado mutuamente de la existencia de ambas culturas. Y me pregunto si alguna información que obtuvo Marco Polo, maravillado por un invento chino, el papel moneda impreso para reemplazar las monedas metálicas, llegó a Gutenberg. Vaya uno a saber…
El libro arrastra con grandeza la primera revolución del conocimiento; poco tiempo después de la imprenta de Gutenberg, la posibilidad de acceder a los libros, guardarlos e intercambiarlos fue menos difícil; las bibliotecas fueron la vía que permitió el acceso a todos los ciudadanos. Las universidades estaban al alcance de muy pocos y el libro en sí mismo se transformó en fuente del saber. Desde luego, no era tan fácil; la censura siempre ha existido y para ciertos gobernantes y sistemas políticos es importante controlar el conocimiento al que acceden los ciudadanos. Un tema difícil de abordar cuando se involucra a la moral pública o a la seguridad nacional; cuestionable si existen motivos ideológicos y se ve afectada la libertad de pensamiento. Pero eso harina de otro costal.
La historia del libro inicia con las tablillas de arcilla, continúa con los papiros y el pergamino, y sigue con los códices («caudex», corteza, tronco de árbol, quizás los libros primigenios). Los cristianos adoptaron el códice por su facilidad de uso, páginas numeradas, entre otras cosas, su menor tamaño y los contenidos, generalmente oraciones y textos sagrados; los judíos y los paganos siguieron apegados al rollo. Los manuscritos iluminados constituyen obras de arte incomparables e irrepetibles; los monjes copistas (escribas), verdaderos maestros, dejaron tras sí libros de caligrafía impecable y decoración suntuosa en oro o plata, con detalladas ilustraciones en tintes brillantes y duraderas hojas de pergamino, grabados maravillosos dignos de admiración. En el monasterio de La Candelaria, muy cerca de Ráquira, Boyacá, en un atril enorme hay un precioso ejemplar que sirve de guía para los cantos religiosos.
Para 1501 aparecen los primeros libros de bolsillo creados por el humanista italiano Aldo Pío Manunzio, quien además introdujo la letra cursiva. La dimensión del libro crece, sale de monasterios, iglesias y bibliotecas reales para llegar a las bibliotecas públicas y a las casas burguesas y, algún tiempo después, al hacerse accesible, a cualquier hogar. hernandopacific@hotmail.com
*Médico Cirujano. Especializado en Anestesiología y Reanimación. Docente Universitario. Columnista