Por: Eugenio Monjeau*
Cada verano desde 1920, toda la actividad de Salzburgo se concentra en torno de óperas y conciertos. El motivo es un festival que, según Stefan Zweig, convirtió a la ciudad en la capital artística de Europa. Aunque hay muchos festivales de ópera con grandes temporadas, ninguno se le acerca al de Salzburgo en la escala y la ambición de sus producciones. Su más reciente edición, que se celebró en julio y agosto, tuvo once óperas, nueve obras de teatro (incluida una versión de cinco horas de La montaña mágica) y decenas de conciertos con los solistas y las orquestas más destacados del mundo. A lo largo de unos cuarenta días, toda la actividad de la ciudad se concentró, como cada año, en torno de óperas y conciertos.
Un día especialmente agitado para un asistente al Festival de Salzburgo puede ser como sigue: tras despertarse, tomar un café en el hotel (desde una habitación en un convento por 90 euros la noche hasta una en el Goldener Hirsch por diez veces esa suma), hacer una breve caminata e ir a una de las matinées Mozart en el Mozarteum (entradas de 15 a 170 euros), que tienen lugar cada dos o tres días y se dedican enteramente a la obra del hijo pródigo de la ciudad. En el intervalo, puede uno salir al jardín del Mozarteum, beber una copa de espumante, incluso fumar un cigarrillo si cultiva ese vicio inmundo, y volver levitando a la hermosísima sala para la segunda parte de la presentación. Aunque los programas de las matinées siempre están dedicados a Mozart, algunas ocasiones son especialmente mozartianas: este año, al ver a Maxim Emelyanychev dirigiendo el rondó de la Serenata nº 6 en Re mayor a los saltitos desde el clavecín, sentí que algo así habría sido ver a Mozart en vivo, y al escuchar y observar los diálogos entre los dos violines solistas y los solos de contrabajo (!) y timbal (!!!) volví a pensar en lo adorablemente loco que estaba Mozart y en que aun en la más tradicional de las salas de Salzburgo, el Mozarteum, es imposible no oír cada tanto cosas disparatadas.
Luego del concierto, alrededor de la una de la tarde, la opción que se impone es caminar dos cuadras hasta el Café Bazar y tratar de conseguir lugar en la terraza que da al río Salzach o sentarse sin esperar en alguna de las mesas del salón –que mantiene la perfecta decoración modernista de 1930, incluyendo los diarios sujetados en palos– y pedir alguno de los platos del día y un vino blanco con soda. Luego, alguna necesidad podrá llevarnos a cruzar el río: tomar un helado en Fürst, comer una masita en el café Schatz, si tenemos la suerte de que ese día las preparen, conseguir ballenitas para la camisa o comprar un corpiño en la casa Sperl, de 1564 y donde, según dijo un habitué del festival, compraba sus bikinis la madre de Mozart. Luego volveremos a nuestro hotel para dormir la siesta, parte fundamental de la jornada, y hacia las cinco de la tarde habrá que ir pensando en qué ropa usaremos a la noche. Una media hora antes del comienzo de la función vespertina que nos toque saldremos, siempre caminando, hacia una de las tres salas: la Felsenreitschule (la escuela episcopal de equitación excavada en la montaña y luego reconvertida en una sala de conciertos llena de misterioso encanto, en la que cantan los Von Trapp antes de huir de los nazis en La novicia rebelde), el Haus für Mozart o el Grosses Festspielhaus, la más grande de las tres salas, con capacidad para unas 2,200 personas e inaugurada en 1960 durante el mandato de Herbert von Karajan como director del festival.
A la noche escucharemos seguramente una ópera (entradas de 25 a 465 euros) o un concierto orquestal (para la Filarmónica de Berlín, por ejemplo, entradas de 15 a 235 euros), repetiremos si así lo deseamos el ritual de la copa en el intervalo y luego iremos a comer un Wienerschnitzel o un beef tartare, dos opciones infalibles, en alguno de los restaurantes o bares que pueblan la ciudad (en Meissl und Schaden la milanesa tiene el tamaño de una cancha de tenis y uno puede elegir si la quiere frita en manteca, grasa de cerdo o aceite vegetal) y en el que quizás encontremos a los músicos que un ratito antes aplaudimos rabiosamente. Quienes a esa altura todavía tengan un resto de energía pueden rematar la velada en el bar del hotel Sacher, el más consistentemente animado de la ciudad para la última copa, y luego volver a dormir para despertarse temprano al otro día y repetir, con las variaciones del caso, lo que se acaba de describir todos los días que sea necesario.
Multiplíquese esto por las 172 funciones que tuvo este año el festival y podrá tenerse una idea de su impacto en la ciudad y en Austria. Este año, vendió el 98% de las entradas que puso a la venta (unas 220,000) a una audiencia proveniente de 77 países distintos. En promedio, el Festival de Salzburgo produce unos 250 millones de euros de valor agregado al año, el fisco recibe 96 millones de euros y se crean casi 3,000 empleos.
El Festival de Salzburgo nació en 1920, y aunque las representaciones musicales y teatrales no eran una novedad en la ciudad –ya cuando Mozart nació, en 1756, Salzburgo era sede de una infinidad de representaciones teatrales y musicales; en 1842 se había inaugurado el monumento al compositor en la Mozartplatz de la ciudad y se empezó a pensar en hacer festivales periódicos dedicados enteramente a su música; en 1877 la Filarmónica de Viena tocó por primera vez fuera de la capital austríaca para participar de un festival en Salzburgo–, según relata Stefan Zweig hasta la Primera Guerra Mundial Salzburgo era “una pequeña ciudad antigua, amodorrada y romántica”. Poco después, sin embargo, nos dice el mismo Zweig, “sin moverme de mi propia ciudad, de pronto me encontré viviendo en medio de Europa”: “Salzburgo, con sus 40,000 habitantes, que yo había escogido precisamente por su romántica situación apartada, había experimentado un cambio sorprendente: se había convertido, en verano, en la capital artística no sólo de Europa sino también del mundo entero”. El festival transformó Salzburgo de la noche a la mañana.
La idea de un festival dedicado a Mozart concitaba el interés de varias de las figuras más relevantes de las artes escénicas de la época, y ya en 1917 se había fundado en Viena una asociación que tenía por objetivo recaudar fondos para la construcción de una sala de ópera y conciertos en Salzburgo. Así describe Zweig el origen de los hechos: “Max Reinhardt y Hugo von Hofmannsthal habían organizado al aire libre, en la plaza de la catedral, unas cuantas representaciones; más adelante también lo intentaron con representaciones de óperas, cada vez mejor hechas, cada vez más perfectas”.
Los principales responsables terminaron siendo cinco: los ya mencionados Hofmannsthal, dramaturgo y libretista de Richard Strauss, y Reinhardt, considerado el primer régisseur en el sentido actual del término; Alfred Roller, pintor, dibujante y escenógrafo que había sido presidente de la Secesión Vienesa unos años antes; el director de orquesta Franz Schalk, a quien le debemos la afirmación de que “todo teatro es un loquero, pero un teatro de ópera es el ala de incurables” y que había estrenado en 1894 la Quinta Sinfonía de Bruckner y en 1919 La mujer sin sombra de Strauss; y el propio Strauss, que aunque hubiera optado por un camino diferente que el de Schoenberg (en quien por cierto el festival hizo foco en 2024 dedicándole doce conciertos), no era menos moderno que él: cuando estrenó Salomé en 1905, algunos críticos dijeron que el final de la ópera era “la escena más inmunda que jamás se hubiera montado sobre un escenario” y que representaba “el fin de la música”.
Es decir que cinco artistas decididamente vanguardistas reunieron sus esfuerzos con el objetivo de hacer un festival en homenaje a Wolfgang Amadeus Mozart, un compositor que en 1920 llevaba 129 años muerto. Y si bien por razones más bien logísticas el Festival de Salzburgo nació oficialmente el 22 de agosto de ese año con la presentación de Jedermann –una obra de teatro de Hofmannsthal con dirección de Reinhardt– en las escalinatas de la Catedral de Salzburgo, cuando en 1922 se hicieron por primera vez óperas como parte del festival, fueron todas de Mozart: Don Giovanni, Così fan tutte, El rapto en el serrallo y Las bodas de Fígaro, siempre con escenografía de Roller y la dirección musical repartida entre Schalk y Strauss.
La ambigüedad entre venerable tradición y modernidad radical propia de este grupo de artistas se proyectó al festival y se convirtió en su rasgo más característico desde sus inicios. En un texto de 1921, Hofmannsthal explicó que “organizar un festival musical y teatral en Salzburgo implica recrear tradiciones ancestrales, que están vivas, bajo una forma nueva; significa hacer cosas nuevas en lugares antiguos, exquisitos, relevantes; hacer lo que siempre se hizo allí”. Margarethe Lasinger escribe que la historia del Festival de Salzburgo “puede ser vívidamente descrita si se muestran sus ambivalencias, la más obvia de ellas entre los polos de la tradición y la modernidad”, pero también entre “la burguesía y el progresismo, el conservadurismo católico y un nuevo cosmopolitismo”. Inicialmente, escribe Lasinger, “la idea del festival se basó en el deseo de ofrecer presentaciones artísticas del más alto nivel en relación íntima con la tradición cultural austríaca, con el genius loci y con el especial escenario que constituye una ciudad barroca”.
Si bien por genius loci se entiende hoy sobre todo la atmósfera de un lugar, en este caso deberíamos recuperar el significado del término tal como se lo usaba en la religión de la Roma clásica: el genius loci es un espíritu protector. Y en Salzburgo, el genius loci es, sin duda, Wolfgang Amadeus Mozart; en él se reúnen, milagrosamente, ese sentido antiguo del término genius con la noción moderna de “genio artístico”, aquella huidiza facultad que Norbert Elias exploró mejor que nadie precisamente en su monografía sobre Mozart. Sin el genio artístico, nos dice Elias, los sueños y las fantasías son caóticos para todos excepto para las personas que los producen (por eso es indefectiblemente aburrido que alguien nos cuente un sueño, aun cuando para quien lo está haciendo se trate de algo fascinante). “La corriente de la fantasía”, explica Elias, “solo se llena de sentido para los demás cuando”, gracias al genio artístico, “se la ha socializado mediante la fusión con el canon”. Con el canon, Elias se refiere a las formas musicales existentes en la época. Sin perjuicio de que Mozart posiblemente le contara sus sueños a su mujer, también hacía otras cosas con su fantasía: obras musicales, y no es casualidad que la forma musical más libre de la época se llamara simplemente “fantasía”, como si en ese caso el canon ejerciera una influencia solo menor: las fantasías de Mozart son lo más parecido a sus legendarias improvisaciones a lo que hoy podemos acceder.
Pero el momento del verdadero genio no viene solo en la subsunción de la propia fantasía en formas dadas de antemano (la sonata, la sinfonía, la ópera) sino en el hecho de que al integrarse a esas formas, la fantasía –tal como se encarna en una obra nueva– las altera irremediablemente. Cientos de compositores en la época de Mozart escribieron sonatas para piano sin que nadie más que ellos se haya enterado. Mozart, en cambio, modificó con cada sonata el paisaje al que ella se sumaba. Por eso con el genio artístico, dice Elias, “se dinamiza e individualiza el canon”: porque cada obra es distinta de las demás y tiene una influencia sobre las que vendrán.
El genio artístico, entonces, es indefectiblemente moderno, si entendemos lo moderno como ese momento de tensión entre el pasado y el futuro. Y el Festival de Salzburgo es, del mismo modo, un fenómeno eminentemente moderno que hizo de una ciudad con una rica tradición teatral pero finalmente provinciana la capital mundial de la ópera que es hoy en día. Es como si, por intermedio del festival, el genio artístico mozartiano, el genius loci, se hubiera apoderado de la ciudad. Sin el festival, Salzburgo sería una bellísima ciudad barroca petrificada en el pasado, viviendo del recuerdo de Mozart pero sin ninguna conexión vital con él: tengamos en cuenta que en cuanto pudo, Mozart se fue a vivir a Viena porque en Salzburgo se sentía ahogado, trabajando a las órdenes de un arzobispo al que despreciaba. Gracias al festival, la ciudad pudo recuperar un genio que había perdido tempranamente.
El buen director artístico del festival será el que logre administrar sabiamente este legado y alcance el equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, algo que, creo yo, suena más fácil de lo que es. ¿Cómo hacer para que la programación del Festival de Salzburgo sea seductora para artistas revolucionarios y para otros que no lo son tanto? ¿Para que interese al público tradicional y a quienes están más inclinados a la vanguardia? Una nota de Associated Press señalaba el año pasado que mientras todos los demás festivales de primera línea luchaban para recuperar su público, las entradas para el Festival de Salzburgo estaban agotadas. En términos generales, creo que la apuesta de Salzburgo es por un repertorio en gran parte tradicional, con algunas obras más nuevas (la joya indiscutida de este año fue El idiota, de Mieczysław Weinberg, que murió en 1996), y producciones en casi todos los casos, trátese de la obra que se trate, innovadoras. Inevitablemente, en toda temporada de alto riesgo hay un par de puestas en escena fallidas, pero en las cuatro ocasiones en que estuve en el festival nunca me topé con un elenco de ópera flojo o una orquesta que no fuera al menos muy buena.
“Los festivales de Salzburgo se convirtieron”, nos dice Zweig, “en una especie de juegos olímpicos del arte de la nueva era en cuyos foros competían, exhibiendo sus mejores producciones, todas las naciones del mundo”; “nunca se había producido en Europa semejante concentración de perfección dramática y musical como la que rebosaba aquella pequeña ciudad de la pequeña Austria, menospreciada durante mucho tiempo. Salzburgo floreció”. “Europeos y americanos que buscan en el arte la forma suprema de representación”, relata Zweig, visten “el traje típico de Salzburgo: pantalones cortos de lino blanco y chaquetas, los hombres, y el abigarrado ‘vestido de campesina’, las mujeres. La pequeña Salzburgo de repente se había adueñado de la moda mundial”. En efecto, aunque los vestidos largos y los trajes o smokings sean habituales como en cualquier teatro de ópera, el indumento predominante sigue siendo el tradicional: Salzburgo posiblemente sea el único lugar del mundo en que ir a la ópera de pantalones cortos está bien visto.
*Licenciado en Filosofía. Máster en Educación, Universidad de Harvard. Docente de Historia de la Música y Apreciación Musical. Escritor.